El largo, absoluto y generalizado fracaso de los partidos ocupados en las funciones más básicas del Estado norteamericano –garantizar cierto bienestar que den ganitas de vivir y proveer un marco de relativas libertades sin que te maten de onda, al menos– es la razón del triunfo de Donald Trump, no las virtudes carismáticas de un hombre tan horrible, ni la incidencia de la inteligencia rusa haciendo filtraciones para Wikileaks, ni los corrillos de información falsa en las redes sociales, que desataron una absurda histeria en los medios masivos yanquis, opositores en bloque y ahora postulados como portadores y garantes de la verdad y la información (?).
Trump reorganizó al Partido Republicano derrotándolo en su totalidad; sus figuras centrales no lo apoyaron nunca en ningún sentido. Y, luego, pulverizó a los demócratas. Demos la vuelta: con las ruinas de dos estructuras mustias que pedalean en un vacío de realidad, las elecciones de la democracia capitalista insignia se volvieron un patético reality show a la vista del mundo. Ganó el payaso más grande.
El suicidio masivo de los blancos pobres en la pesadilla americana
Razones no faltan. Los blancos pobres yanquis ven cómo su tasa de mortalidad crece –algo que no sucede en ningún país desarrollado, ni en ningún otro grupo etario– a fuerza de suicidios, alcoholismo y muertes relacionadas con las adicciones a calmantes bien heavys. Para los los latinos y los negros está la cárcel: en 2014, Estados Unidos alcanzó los dos millones y medio de presos. Es el 25% del total de presos de todo el mundo. Ser yanqui pobre es matarse, terminar preso o caer por un balazo policial.
Trump es un grito suicida de desesperación. Es la crisis de 2008 que no cesa y es la renuncia a la política en el país con el ejército más letal. Cuando se mueve, la historia da señales: Trump es el primer eco del derrumbe de un imperio decadente.