Cuando Baudelaire tenía 25 años, escribió sus “Consejos a los jóvenes escritores” –él era uno de ellos–, donde decía: “Una alimentación muy sustanciosa, pero regular, es lo único que necesitan los escritores fecundos. La inspiración es, sin lugar a dudas, la hermana del trabajo diario (…) La inspiración obedece, como obedecen el hambre, la digestión y el sueño”. Baudelaire habla menos de la famosa inspiración que de la necesidad de una disciplina de la escritura. En otros términos: hay que escribir siempre, dice Baudelaire, aunque no se tenga ganas de escribir. Lo que me pasa a mí hoy.
Escucho los ruidos que llegan desde la calle: aceleran algunos autos, dos chicas cruzan mi ventana charlando en voz alta, el viento hace oscilar los plátanos que adornan esta cuadra (mi vecina dice que esas moles están completamente huecas y que un día se vendrán abajo sobre nuestras casas). Todos estos datos del exterior me calman: dicen que el mundo sigue en movimiento, que hay un orden, que la gente continúa con su vida.
Sigo quieto en la silla, y me escucho ahora a mí mismo: un corazón que retumba con discreción –siempre me impresiona pensar en eso, en el mecanismo hidráulico al que se reducen todas las vidas–, y un mínimo pero molesto dolor de cabeza, que ya traté de aplastar con mi cóctel de drogas preferido y una ducha con la luz del baño apagada. Miro lo que hay en esta pieza: una cama, algo de ropa, una botellita de agua, libros. Agarro uno, nuevo: la poesía completa de Fogwill. Hago lo que hacíamos con mis amigas cuando íbamos a la secundaria, una especie de juego premonitorio. Con el libro de costado, se pasan las páginas con el pulgar derecho y se frena de golpe en alguna. Se elige la página de la izquierda o la derecha y se piensa en un número de línea. Lo que salga tiene que ser revelador para uno, en algún sentido. Leo en voz alta lo que Fogwill tiene para decirme: “Los niños juegan frente al televisor”. ¿Tendré hijos? No creo. ¿Tengo que abstraer algo de esa imagen? No entiendo el mensaje de mi destino.
¿Qué queda de este día que todavía no terminó? Entre algunas cosas mínimas, una conversación que escuché al mediodía en la cola del cajero, al rayo de sol. Dos señoras, compañeras de aquaérobic en el club de mi barrio. Una le contó a la otra que por fin pudieron traer las cenizas de su madre al cinerario de la basílica de Guadalupe. Y le dijo: “ella, que se crio en el campo, venía siempre a la procesión de la Virgen de Guadalupe, y decía que quería tener una casa cerca de la iglesia. Cuando poníamos la urnita, yo sentí que le estaba cumpliendo su sueño”. Pedazos perfectos de conversación como este hacen que uno sienta que escribir es algo inútil; pero al mismo tiempo, hacen que uno quiera escribirlo todo. Después, la mujer le dijo a su amiga que estaba muy ilusionada porque pasará las fiestas en Brasil, con toda su familia. Que sea muy feliz, señora.