El sábado a la mañana entré, después de mucho tiempo, en un bazar. Estaba lleno de gente, aunque es enero y la ciudad está anestesiada. Una pareja miraba ollas para su casa, las levantaban para inspeccionarlas, como cavernícolas. Al lado, un señor contemplaba con admiración y duda un juego enorme de cubiertos, que terminó comprando en un rapto de codicia. Cuando llegó a la caja y se lo estaban envolviendo, una señora chistosa que esperaba su turno preguntó en voz alta el precio y cuando se lo dijeron se hizo la que se desmayaba. Más allá, una empleada le hacía un test a un termo de acero inoxidable que una mujer quería comprar. Era una demostración pública, como esas de Sprayette que hace unos años pasaban por la televisión. Lo llenó con agua y lo vació en un bol para mostrarle a su clienta que el termo no perdía por ningún lado y que el chorro de agua que tiraba era potente. La mujer lo compró. Faltaba que todos aplaudiéramos.
Cuando era chico me llevaban al bazar “Asturias”, el bazar más conocido de mi ciudad. Al principio era un negocio grande en un local antiguo que ocupaba toda la esquina. Tenía uno de esos pisos viejos de pinotea que crujen a medida que uno avanza, como si estuvieran a punto de hundirse. Años después, los dueños del bazar, que eran de la misma familia, se pelearon y ninguno quiso cambiar de rubro. La solución fue salomónica: dividieron el local y quedaron dos bazares, uno al lado del otro. Ir a ese bazar era como soñar: vasos, platos, adornos, tuppers de todos los tamaños y colores, cositas chinas de plástico tan llamativas como inservibles. Creo que me gustaba más ir al bazar que a la juguetería, tal vez porque en mi cabeza esperaba transformarme un día en un ama de casa.
Lo curioso es que, como suele pasar, la esquina de ese bazar quedó pegada, en mi cabeza, a un recuerdo que no tiene nada que ver con bazares. Cuando éramos adolescentes, volvíamos con unos amigos de la discoteca, a la madrugada, y encontramos tirado a un borracho en esa esquina. Estaba inconsciente, acostado como en una pintura debajo de la vidriera apagada, llena de jarras, cubeteras y platos en la oscuridad. No era cualquier borracho, ya lo conocíamos. Era el hijo de un médico que todos los fines de semana terminaba igual, tirado en alguna parte de la ciudad. Estaba casi inconsciente, aunque nos quería decir algo. No era nada que no hubiéramos visto antes, incluso algunos de nosotros habíamos terminado así alguna noche. Pero esa vez fue diferente. Lo miramos como si fuéramos adultos. Lo ayudamos a levantarse y unos amigos lo llevaron hasta su casa. Su padre les abrió la puerta medio dormido, con los pocos pelos que tenía desordenados. Unos años más tarde, el chico tuvo un accidente en una ruta oscura, junto con unos amigos, y quedó inválido. No lo vi nunca más, pero sé que sigue en la misma ciudad, en su silla de ruedas. Ninguno de los dos habrá vuelto a entrar en ese bazar, estoy seguro, pero cada vez que paso por la esquina, miro de reojo la vidriera y no veo objetos de vidrio o de plástico, veo otra cosa.