Entre tantas otras cosas, Lohana Berkins nos dejó la frase que titula estas palabras y que hoy cobra una fuerza y un significado imposible de eludir.
El paro de mujeres en Islandia en 1975 es el origen de esta gesta que ya es histórica. Más acá en el tiempo, el año pasado, las polacas y las argentinas dijimos basta y organizamos y participamos de los primeros paros de mujeres en nuestros países. Fueron las mechas que encendieron este fuego que ya no parará de arder.
Los paros habituales, que conocemos, se organizan desde las cúpulas sindicales. Responden a las demandas de las bases, si, pero el cómo, dónde y cuándo, se decide por lo general en una pequeña mesa. El Paro Internacional de Mujeres de este 8 de marzo es otra cosa. Nació bien desde abajo, desde la más visceral indignación, desde el más profundo dolor y desde un hartazgo ante la opresión que ya no se quiere ni se puede soportar. Creció en una hermandad de esa que siempre nos quisieron hacer creer que no existía entre nosotras, aunque fueran nuestras amigas, nuestras hermanas, porque la competencia era algo casi intrínseco a nuestra condición de mujeres. Mentira.
Cada ciudad o pueblo, cada país, decidió libremente cómo llevará adelante este paro. Algunas compañeras por el mundo vestirán de rojo, otras de violeta, y más acá, en Santa Fe, de negro. Ruidazos, bocinazos, cese de la jornada laboral por algunas horas o durante todo el día, marchas, expresiones artísticas que acompañarán la lucha. Cada convocatoria tendrá sus propias características, su diversidad. Una diversidad que es propia del movimiento, porque los reclamos son cientos, miles, y porque no es lo mismo ser mujer en el norte que en el sur, ni que serlo en Buenos Aires o en Jujuy, o al interior de cada provincia, en cada rincón de este país. Diferencias geográficas, que también configuran muchas diferencias culturales y materiales.
Pero hay algo que nos une: somos mujeres. Y nuestra sola pertenencia a ese colectivo nos hermana contra un enemigo común, que nos hace sentir su rigor desde, aún, antes de nacer. Cómo vestirnos, de qué colores, qué tan larga la pollera. Con qué jugar, cómo movernos, cómo expresaron, qué estudiar. Saber cocinar, limpiar y planchar. El tamaño de las tetas y del culo, la forma de la nariz y de la boca. Depilarnos, no tener celulitis, estrías, cicatrices, arrugas, panza, las uñas medio dejadas. A quién desear, a quién amar. Dónde trabajar, a qué aspirar. Los femicidios son la manifestación última y extrema de toda esta violencia.
Paramos por las que ya no están, pero también por las que estamos y las que vendrán. Es imposible que no te sientas representada por este movimiento, aunque alguna que otra cosa no te guste o no estés de acuerdo con un par de consignas, esto es mucho más grande que eso.
En tiempos de una pasividad social inentendible ante el avance de políticas excluyentes y salvajes que siempre hacen sentir su rigor a quienes están en los estratos más bajos y relegados del sistema, el único movimiento que aparece como decidido, fuerte y con una claridad tal que le permite ubicarse fuera de cualquiera posibilidad de cooptación, es el movimiento feminista, somos las mujeres.
Porque vamos más allá de un reclamo puntual. Es un movimiento, como dice Angela Davis, “con una agenda amplia: antirracista, antiimperialista, antiheterosexual y antineoliberal a la vez”. Sí, vamos por todo. La revolución, claramente, será feminista o no será.