A las doce del mediodía del sábado 11, la zona prevista para estacionar micros era un tetris gigante en nivel avanzado. Montañas de carbón prendido esperaban por los kilos de carne encima suyo, fernet en jarras artesanales y latitas en promoción bailando en las rondas, amuchándose en los cordones las botellas y las servilletas engrasadas. Los vecinos se dividían entre los que se daban maña para sacar una plusvalía a los servicios de sus propias casas (uso de baños entre $10 y $30, para cargar batería de celulares hasta $50) y los que aparentemente justo ese día no estaban. Justo.
A 30 cuadras del predio rural La Colmena, por calle Pueyrredón, la ciudad no parecía colapsada, aunque el desfile de caminantes era constante. A eso de las 16 empezaron unos chaparrones que a la hora ya se habían secado. Llevar la remera de un equipo era llevar puesto un tema de conversación: “¿cuánto les metieron a River con esa?”, “los Redondos en Colón fue el mejor recital”. El ricotero quiere ser tu amigo.
Avenida Avellaneda, con sus cuatro carriles, era el canal principal hacia el ingreso donde ya sí el flujo de personas se contaba de a cientos y cientos parados en los carribares, probándose remeras exhibidas en el suelo, aplaudiendo al lado de un parlante, buscando dónde mear. Entre el humo de la carne chorreando sobre la brasa y la luz anaranjada de las calles, los que estaban calzados buscaban carteles (se veían dos antes de encontrar la puerta asignada en los tickets) y arrastraban las suelas embarradas por el asfalto en dirección a las puertas del predio.
“¡No corran!”, “¡no se empujen!” gritaban los empleados para guiar la entrada. ¿Cacheos y corte de entradas? bien, gracias. Hace falta una superestructura para llevar un control riguroso y seguro a esta escala, a este público. El intendente Galli, la gobernadora Vidal, Chacal Producciones y lo que haya estado a cargo del Indio: todos fueron incapaces de asegurar un operativo a la altura de las circunstancias.
El desligue de responsabilidades (políticos y empresarios son actores de reparto siempre en estos mambos, sin falta), el miedo del status quo carroñando desde los medios hegemónicos y los cientos de miles que militan por Los Redondos no dejaron ni que se hiciera un buen show, ni que saliéramos todos vivos.
La lluvia que agitó brevemente la tarde alcanzó a hacer un poco de barro en el campo, larguísimo para la vista y tan lleno de gente que era imposible de calcular. El boca de urna de los peritos dice que contó hasta medio millón (325 mil tickets vendidos, según Galli). A las 20.30 y a unos cien metros del escenario, había que estar en un estado de obstinación frenética si se pretendía avanzar en el campo para ver a los músicos desde más cerca. Eso o haber entrado antes de las 18.
La puntualidad de las congregaciones por ver al cantante más popular de la historia se corre no más de quince minutos, habitualmente. Cumpliendo con ese hábito, se ubicó la banda al centro de una gran puesta con telones ilustrados al estilo soviético (rojos al fondo de estrellas amarillas), con letras estilo grafiti y una gigantografía del Indio (que es quien diseña las ilustraciones) intervenida con el filtro de Photoshop “bordes añadidos”.
“Barbazul vs el amor letal” fue el primer sacudón de la noche (una canción inconclusa que había quedado de Tandil 2016 cuando Indio se retiró momentáneamente después de haber recibido un zapatillazo). La lista siguió con “Porco Rex” y al mito no se lo notaba cómodo, algo que sí presumía de gozar arriba del escenario, hasta esa noche. Vestido con un mameluco de jean, zapatillas y campera roja y los innegociables lentes, al cabo de “Ropa sucia”, llegó la primera pausa: “Hay uno tirado ahí, que lo están pisando, quedamos en que nos cuidábamos”, soltó el Indio que demoró unos quince minutos hasta que volvió con “Héroe del whisky”. Pero el recital ya había terminado.
“Vamos a hacer una más lenta a ver si se calman”, fue la presentación de “Etiqueta negra”, siguieron temas de su último disco solista siempre con el ánimo en bajada, favorecida por los tonos y tiempos que se acoplan a las posibilidades de un cantante que padece Parkinson. Entre estas canciones, “Todo preso es político” y “Nuestro amo juega al esclavo” pusieron el condimento político junto a una pronunciación de Solari: primero aludiendo a quienes tengan alrededor de 40 de edad a que acudan a Abuelas de Plaza de Mayo y, en segundo lugar, a pronunciarse en contra de los proyectos pro baja de la imputabilidad (“el Estado no puede ser penal antes que social”).
Durante “Todos a los botes”, gesticuló a favor de apagar el agite. El sonido falló en contra de la guitarra de Baltasar Comotto que casi no se distinguió. Antes de instar al pogo de “Jijiji”, mucha gente ya había salido y todavía no alcanzaba para descomprimir la masa. Siguió un enganchado sorpresivo con “Mi perro dinamita” y la salida, como cada vez, con paciencia.
La falta de señal atentó contra la circulación óptima de la información, hasta la tarde del domingo arriba de los colectivos que esperaban por salir de la ciudad se rumoreaba que habían muerto diez personas o más. El desligue de responsabilidades (políticos y empresarios son actores de reparto siempre en estos mambos, sin falta), el miedo del status quo carroñando desde los medios hegemónicos y los cientos de miles que militan por Los Redondos no dejaron ni que se hiciera un buen show, ni que saliéramos todos vivos.