Seremos más extraños ahora que antes del comienzo. Mi Pequeña Muerte.
Lucía está sentada tipo chinito frente a la carpa, el sol pica y el aire trae olor a choripán y a eucaliptus, así es este sábado 12:42 pm. El Tuca está sentado con Lucía, los codos apoyados en las rodillas, se miran bastante y se dicen poco, se escuchan palabras sueltas del Chiqui y algunas ráfagas de reggaeton que vienen y se van, sucesivamente, como suaves olas de agua podrida.
El Tuca le propone nadar, Lucía dice que hay mucho sol. El Tuca agrega “está lindo” en un rapto de pudor sáfico. El viento de eucaliptus, choripán y reggaeton enreda el pelo de Lucía y le tapa los ojos. Los dedos inquietos del Tuca intentan una caricia que le recorre la cara hasta detrás de la oreja. Ella le da un beso ligero y se levanta. El Tuca se mete en la carpa ardiente con la firmeza de un faquir pero sin calcular que, desde adentro, la voz del Chiqui parece invulnerable a cualquier otro sonido y dice:
“El tipo tenía un pulóver en los hombros, iba parado, una mano en el asiento de adelante y la otra en el mío, casi pegado. El pulóver era rayado. Le sentía la respiración. Tenía flequillo, pantalón ajustado a la panza y cara o gesto de asesino serial; cara y gesto. No sé qué edad tenía, como si tuviera todas las edades juntas. El bondi se empezaba a vaciar y el tipo ahí, firme, inmutable…”.
Mientras, en la playita, el Flaco dirige su reciente grupo de reiki. El grupo se compone por dos señoras más bien escépticas pero aburridas, otra mujer que siempre sonríe y un adolescente obeso vestido de negro. En plena práctica lo distrae una bandada de patos o eso le parece –el flaco no sabe mucho de pájaros y menos que no son pájaros ni patos–. Algo le llama la atención pero no puede precisar qué, se queda tildado. Sus alumnos dudan si ese repentino vacío es propio de la disciplina o pura negligencia.
“Se bajaron todos, menos el tipo, claro. Yo miraba al chofer por el espejo, como pidiendo auxilio. Cuando me levanté, el muy hijo de puta demoró en moverse, no me miró pero balbuceó algo, como en otro idioma, como en árabe. Usaba colonia Pibes. Ese tipo, ese mismo tipo, es el que está desde anoche con el cantante poniendo redes en los árboles y unas cosas que dice que son trampas. Tiene una escopeta”.
De pronto, desde los asadores llega cierto revuelo de gente que se arrima a ver algo. El Chiqui y su auditorio se suman. El Tuca se duerme y todo lo que escucha lo incorpora al sueño –como un rumor que no ve de dónde viene, mientras camina por un campo de girasoles podridos con sus flores degolladas, buscando un encendedor que se le perdió. En la playa, la mujer que siempre sonríe es la primera en abandonar la clase de reiki, el resto la sigue de inmediato, el Flaco permanece quieto.
Entre la gente que se amucha, avanza, con orgullo de combatiente, el cantante de ópera mostrando un drone abollado a martillazos. El tipo que lo escolta, escopeta al hombro y cabeza gacha, se llama Montero y va diciendo algo bajito, como si rezara. “Empezó la guerra”, grita, por fin, el cantante. Algunos aplauden tímidamente, otros se alejan quizás decepcionados. Acto seguido, en gesto triunfal, arroja el aparato a una especie de hoguera de llamas respetables. Lucía lo ve desde lejos, apoyada en un timbó, con expresión de ternura y de pena. Lo que no queda claro es quién empezó el fuego.