A Juan Carlos le gusta la lluvia, se sienta en el balcón a mirar la ciudad. Azucena no suspende su ejercicio por mal tiempo. Juan Carlos demora la cebada de cada mate y piensa en el calor acumulado del asfalto desprendiéndose como vapor. Espera, impaciente, el momento preciso en que se enciendan las luces de la avenida, porque sabe que hay una fracción de segundo de diferencia entre cada foco y que, si se mira bien, el efecto parece un recorrido fugaz, una estela secreta que va de sur a norte. Azucena tiene una campera para la lluvia y un par de zapatillas caras que disminuyen considerablemente la posibilidad de resbalar. Empieza como siempre, a paso lento, marcando la respiración. El aire húmedo en los pulmones, las gotas en la cara, la llenan de potencia y corre.
Juan Carlos trata de no pensar en Azucena, pero es un tratar displicente, poco efectivo. Aunque no lo parezca, Juan Carlos tiene un mecanismo certero para cambiar de pensamiento, desde los 6 años, cuando en su casa irrumpió una tele en color, el Cablevideo y, especialmente, el control remoto. Cuando ese objeto imposible llegó a su mano sintió un escalofrío de felicidad, una felicidad más bien rara como en los pasajes más tortuosos de la montaña rusa del Italpark. Hoy, sin embargo, algunas veces, pocas, el control remoto es defectuoso o los canales se repiten sin salida.
El primer obstáculo para Azucena es un perro, le teme a los perros y tiene sus razones. Pasa decidida y alerta, pero con ese temor inconveniente que el saber popular desaconseja. Piensa que los perros bajo la lluvia se dividen en apaleados o furiosos y éste, pobre, es todo desamparo. Azucena acelera porque empieza una calle en subida, también sube el volumen del mp3 y ve cómo el edificio se hunde en ese horizonte curvo y empinado como en los dibujitos japoneses que veía y que todavía le gustan. El segundo obstáculo para Azucena es un taxista que disminuye la marcha para seguirla y saca la lengua. Azucena no ve el gesto pero puede imaginarlo. Sin alterar su ritmo, aprieta una manopla color piel en su mano izquierda porque también tiene sus motivos para temer a los chacales mucho más que a los perros.
Juan Carlos vuelve a pensar en Azucena al tiempo que, sin saberlo, ve pasar el mismo taxi que ella vio alejarse. Pero ese taxi, en cambio, lo obliga recordar a Mara, su ex mujer. La recuerda parando un taxi, bajo otra lluvia, cuando se fue. Entonces cambia urgente de pensamiento antes de que vuelva la imagen de Mara tirándole un beso más que triste. Su atención ahora vuelve a los faroles, su íntimo espectáculo, finalmente, va a suceder. En pocos segundos, Juan Carlos va a sonreír y a chupar fuerte la bombilla hasta hacer ruido. Lo que no podrá advertir es que Azucena va a pasar corriendo por la vereda de enfrente, sin saber que, en algún punto de su trayectoria, va a atravesar ese rayo de luz como una furia.