Listas negras y Teatro Abierto, desaparecidos y rock nacional: el arte después del 24 de marzo de 1976.
El arte también es una forma de protesta, de militancia, de resistencia. Hacer música, cine, teatro, literatura o danza en lo que duró la última dictadura cívico-militar significó exilio, desaparición y muerte. Tanto poética como concretamente, tanto para los artistas como para sus públicos. En adelante, un repaso breve acerca de cómo no pudieron hacer desaparecer al arte.
Afuera Norma Aleandro, Horacio Guarany, Norman Briski, María Elena Walsh; adentro Palito Ortega, Mauro Viale, Marcelo Araujo y Mirtha Legrand. El fogoneo de la escena under fue casi obligado con la “circulación” de las listas negras como contraste del argentinismo farandulero y cheto que domina todavía el sentido común que se reproduce en los talks shows de desayunos, almuerzos y cenas, en los culebrones de la Iglesia Universal, en los noticieros propagandísticos de TN. “Asistente técnico”, “dibujante”, “radioperador”, “agente de censura”. Así se detallan las ocupaciones de los civiles que hacían trabajo de espionaje, en la mayoría de los casos, en contra de sus compañeros de trabajo.
No me toquen el instrumento
El Comfer intervenido por el ejército no tuvo reparos en bajarle la cortina a cualquier músico que protestara abiertamente (o en alguna manera lo suficientemente obvio como para que los milicos se avispen).
Zitarrosa, Spinetta, Camilo Sesto, Ariel Ramírez, también los extranjeros Lennon, Charles Aznavour, Bianchi/Neruda, Queen, todos los géneros contradecían con “la moral occidental y cristiana” según una de las listas negra de músicos con sus correspondientes “Cantables que por su letra se consideran no aptas para ser difundidas por el servicio de radiodifusión”. Tres listas se encontraron: 285 nombres en una de 1979, 331 en otra de 1980 y 46 en la de 1982. Como pasó en los 30 y 40 con el tango, muchas letras se podaron para soportar los filtros, muchas otras directamente terminaron acalladas.
Hasta 1982 el panorama osciló entre los que se tuvieron que ir y los que de alguna u otra manera se acomodaron, algunos más funcionales que otro. Para la época de Malvinas la poca timidez militar restante ya se había agotado y en pro de hacerse de algo de legitimidad, decidieron intentar restituyendo la imagen de los rockeros. Entonces, inventaron el “rock nacional”: el término resulta ambiguo ya que poco se reniega de los orígenes sajones, hablar de “rock argentino” no sería tan original, pero sería más fiel.
Las aventuras del Sr. Tijeras
Uno de los personajes más destacados en la historia del cine es también uno de los más despreciables. El ultracatólico Miguel Paulino Tato fue el titular del Ente de Calificación Cinematográfica desde el 19 de agosto del 74 y fines del 80, teniendo en su haber más de 700 películas censuradas. En 1975 decía: “en nueve meses hemos prohibido ya 125 películas y estoy muy satisfecho de esa tarea higiénica, si me dejan unos meses más voy a llegar a las 200 películas que son mi ideal prohibir (sic) en un año”.
Directores de la segunda oleada del nuevo cine latinoamericano (“atrás” de Birri, Gettino, Solanas…) fueron víctimas del terrorismo de Estado a causa de sus trabajos, sobre todo en espacios como Cine de la Base y el Grupo Cine Liberación: Raymundo Gleyzer (Los traidores, Ni olvido ni perdón) y Enrique Juárez (Ya es tiempo de violencia) están desaparecidos desde 1976 por haber formado parte del brazo cinematográfico del PRT-ERP.
Mientras tanto, Aries Cinematográfica Argentina y Palito sacaban películas como pochoclo, chochos de la vida promoviendo durante el día ficciones con hazañas militares espectaculares tanto como a las “típicas” familias occidentales y cristianas, y cosificando a mujeres estereotipadas en los cuerpos de Susana, Moria o a la vedette de guardia, en horario de protección al menor.
Light my fire
Con la baja de la cátedra de Teatro Argentino Contemporáneo en la Escuela Municipal de Arte Dramático y la publicación de una entrevista en Clarín (una de las empresas que más colaboró a los fines militares) en la que se decía que no existían autores argentinos de teatro, “Teatro Abierto fue una respuesta a un gobierno dictatorial que estaba negando el teatro argentino; muchos actores y directores estábamos prohibidos y actuábamos con seudónimos, hubo también episodios de censura y autocensura”, contó en 2016 Rubens Correa, teatrero que participó en este histórico espacio de resistencia.
21 obras cortas nuevas de 21 autores, tres por día, todos los días de la semana, fue la premisa de este ciclo que a dos días de haber estrenado en el teatro Picadero sufrieron un atentado –presuntamente de la Marina– que derivó en la quema de la sala. Ernesto Sábato intervino trasladando Teatro Abierto al Tabaris. También Borges y Pérez Esquivel habían sumado algún apoyo simbólico.
La necesidad de autogestionarse para poder trabajar se apoyó espiritualmente en lo que pasó durante la dictadura del 30 con Leónidas Barletta, estampita del teatro independiente argentino. El envión no se agotó ahí, porque además de ese ciclo y las posteriores rediciones, este motivó a otras disciplinas como Danza Abierta, Música Siempre, Libro Abierto, Poesía Abierta, Tango Abierto y Folklore Abierto.