Por Luciana Ghiberto
Las mujeres cubren cada vez más turnos en el Fútbol 5. Toque corto, sororidad e igualdad.
En un país donde el fútbol es pasión de multitudes, las mujeres siempre estuvieron fuera de la cancha. Así como se les ha negado la participación en política y dificultado el acceso a puestos de poder, las reglas del patriarcado también se aplican al fútbol. “Al principio fue mucha emoción”, dice Irene, “nunca habíamos estado dentro de una cancha”.
Juegan hace más de tres años. Desde abril de 2014, no pasó una semana sin fútbol 5 de mujeres: desde entonces mantienen al menos un turno semanal, en distintas canchas de la ciudad. A “Las Martas” que tenían un turno los viernes, las siguieron “Las Vivis” los miércoles y “Las Martas de los Martes” y hoy, entre todas, mantienen cinco turnos. Hay un grupo de Whatsapp que las nuclea y desde dónde resulta fácil conseguir reemplazos a último momento. Pero no les resultó sencillo llegar hasta ahí.
Lo que “no correponde”
Desde que eran muy chiquitas recibían mensajes contudentes que les señalaban que el fútbol “no era para nenas”. El deseo de jugar a la pelota estaba vedado por no tener ropa cómoda para poder patear e indicaciones familiares, pero además no existían lugares para practicar fútbol. Hockey o voley, pero los clubes no ofrecían fútbol femenino.
El margen era la vereda en el barrio o el patio con hermanos y primos; y las pibas lo aprovechaban. Jugaban con los vecinos en los campitos, las plazas y la calle; pero no era gratuito. Una de las chicas cuenta que cualquier discusión con sus amigos del barrio decantaba en mensajes anónimos: papelitos por debajo de la puerta o mensajes escritos con cascotes en su vereda que decían “marimacho”. Otra contaba que su papá la mandó a danza “para que sea más femenina”. Hace poco aprendieron que esas anécdotas pueden ser pensadas como violencia de género y que ese tipo de violencia la sufren desde pequeñas.
A ninguna, jamás, le habían regalado una pelota. Recuerdan eso con tanta frustración como las clases de actividades prácticas en la escuela primaria y el deseo de colarse en las clases de carpintería, que solo eran para varones. Un par de las chicas dicen no haber descubierto el gusto por este deporte siendo pequeñas. La posibilidad de jugar con amigas en un ambiente cuidado y aprender se les presentó cuando “Las Martas” las invitaron. Ahora tienen botines, canilleras y pelota.
Resistencia y conquista
La moral machista en las familias no desaparece a medida que las chicas crecen. “Está bien si te hace tan feliz… pero ¿porqué no jugás al tenis, mejor?”, dice una abuela. “Quizás toleran que juegues, pero todavía no te permiten opinar sobre fútbol”, declara Magdalena. Sigue presente el estereotipo de “machona”, ahora sumado al del “peligro de la lesbianización”, la burla, la risa.
Sin embargo, el recuento de anécdotas respetuosas resulta más sencillo en la actualidad. Algunas “Martas” tienen padrastros y novios que les regalan botines y mamás felices que les compran pelotas. Y, paralelamente, el disfrute adentro de la cancha es tal, que a las chicas parece no importarles mucho el juicio ajeno: en el segundo en que paran la pelota con el pie, desaparecen todos los problemas. Reivindican colectivamente la importancia de que las mujeres compartan espacios de juego y que lo importante sea, simplemente, jugar al fútbol. Las chicas pisan el césped sintético y la canchita pasa a ser un espacio diverso, donde se reúnen trayectorias distintas pero que logran construir un lugar seguro para equivocarse. Aquellas que han jugado más tiempo con hermanos o vecinos, o las que han entrenado hockey durante años y se paran mejor en la cancha, acompañan a las otras en el proceso de aprendizaje.
—Caro, ¡por la misma! –grita Mariel desde arriba.
—¡No sé lo que es “la misma”! –responde ella y todas se ríen.
Una le explica que es la manera corta de decir que pase la pelota por el mismo lado de la cancha.
—Vicky, mirá, mirá como la estoy marcando, ¿ves? –dice Magda delante de una del equipo contrario–. Adelante de ella estoy –con una cuota perfecta de cariño y otra de seguridad.
Hay una socialización del conocimiento en la estrategia del juego que, desde donde se mire, resuena a sororidad. Las chicas se reconocen en un proceso de aprendizaje colectivo con el que están felices de estar comprometidas. Eso hizo que los partidos, con el tiempo, se vuelvan más interesantes. Y el interés en participar fue aumentando al punto de que tuvieron que inventar reglas para anotarse para jugar, duplicar turnos y armar otros.
Ningunas mantequitas
Está clarísimo, para todas, que los varones juegan mejor porque jugaron mucho más tiempo en su vida, y sólo por eso. Eso se repite como un mantra, aprehendido, quizás porque durante mucho tiempo les hicieron creer que ellos eran mejores “naturalmente” para algunas cosas. Y para quienes miramos el mundo con lentes violetas, los cientos de gestos por partido en los que las pibas se empujan para jugar mejor, no pueden no ser leídos en clave feminista; como un contrapeso a la expulsión y la discriminación que las mujeres han sufrido también en este espacio.
Se acompañan en el aprendizaje, pero están lejos de ser “mantequitas”; de hecho, aplastan el dicho machista de lo que implica “jugar como nenas”: marcan usando el cuerpo, corren mucho, se bañan en transpiración, traban la pelota con fuerza, chocan, se caen, la paran de pecho, cabecean. Y también enfrentan a los varones que están fuera de la cancha, lo que las hace más fuertes aún. “Las Martas” más antiguas recuerdan el primer partido: “Había un grupo de vagos colgados del tejido, mirando, nos gritaban cosas, nos chiflaban, fue tremendo”.
Desde esa primera experiencia, en la que Emilia se acercó al tejido a sacar un lateral y se dio vuelta a enfrentar a esos sanos hijos del patriarcado, a hoy, las chicas reconstruyen un proceso en el que esas violencias se fueron atenuando, los varones que juegan en el turno anterior a ellas están más acostumbrados a ver mujeres entrar y salir de “El Pasillo”, la canchita de Mariano Comas donde tienen las reservas fijas. Pero cuando algún turno se altera, los roles convencionales de género vuelven a crujir: Melisa cuenta que cuando van a alguna cancha nueva eso sucede, otra vez se sienten objetos, se sienten sexualizadas y eso la enoja profundamente. Marina agrega que esos días “entro a la cancha y me siento tan observada como cuando paso por una obra en construcción”. Solo las mujeres pueden entenderlo con exactitud.
[quote_box_right] Para quienes miramos el mundo con lentes violetas, los cientos de gestos por partido en los que las pibas se empujan para jugar mejor, no pueden no ser leídos en clave feminista; como un contrapeso a la expulsión y la discriminación que las mujeres han sufrido también en este espacio.[/quote_box_right]
“También, nosotras estamos paradas distintas ahora”, compara Victoria. Las mujeres nos pensamos hoy como colectivo con mayor capacidad para detectar las situaciones de violencia y con más herramientas para hacerles frente, las Martas no son la excepción. Y a medida que avanzaba la entrevista, el grupo se volvía más consciente del proceso de apropiación de un espacio hiper-masculinizado que están protagonizando entre todas y de la resistencia que implica permencer allí. También se sienten parte de un proceso cultural más amplio, que ha permitido que hoy haya muchos más grupos de mujeres que jueguen al fútbol, que exista el fútbol femenino en los clubes y que se organicen torneos. En “El Pasillo”, el encargado cuenta que de los 20 turnos por semana hay aproximadamente 6 de mujeres y 3 mixtos. Casi en la mitad de sus turnos participan mujeres, solo en una chancha del centro de la ciudad de Santa Fe: quedan por rescatar las experiencias de las chicas de los barrios, de aquellas que juegan en liga de fútbol 11, de las que son árbitras y directoras técnicas.
Con esta evolución, las próximas generaciones deberán enfrentar menos violencias que ellas en este campo. Y de haberlo sufrido en carne propia, nace la seguridad de que ninguna Marta que decida ser mamá, reproduciría con sus hijas esos estereotipos.