Parece una estupidez, pero si uno lo piensa bien puede llegar a sentir un escalofrío: los lugares duran más que las personas. Tomen como ejemplo sus propias casas: a veces, en el lugar donde alguien murió o solía estar, seguimos viviendo como si nada, y la pieza de la abuela pasa a ser el refugio de los adolescentes de la familia. Cuando yo me muera y desaparezca de esta pieza, el rectángulo delimitado por estas paredes seguirá existiendo y otras personas van a respirar acá adentro. O tal vez la derrumben para hacer un edificio. Es la reinvención necesaria del mundo, lo mismo que se ve en Lucy, una película olvidable de Luc Besson, donde la protagonista contempla en un minuto, desde una silla de su oficina, el videoclip del paso acelerado del tiempo, que es también la transformación del espacio: donde había rascacielos terminan apareciendo dinosaurios.
Hace poco, todos los habitantes de la colonia agrícola en la que nací vieron en sus televisores una parte familiar de su ciudad. El motivo era un asesinato. En un pelotero –en el que, además, estuve algunas veces, siempre aturdido por los gritos de nenitos acelerados– el marido de la dueña entró en el medio de un cumpleaños y la acuchilló. Después atravesó el vidrio del local y cayó ensangrentado en la vereda. Hace algunas semanas se ahorcó. Una bella historia. La otra noche pasé por ese lugar y lo observé. Ahora es un local tranquilo e intrascendente donde venden cosas de polietileno, como vasitos descartables o bolsas. Incluso en ese mismo lugar dieron un curso de crochet, y hay una foto donde se puede ver a un grupo de mujeres tejedoras alrededor de una mesa, dedicadas pacíficamente a sus labores, sin pensar que a dos metros acuchillaron a alguien.
¿Quedan huellas de las personas en los lugares en los que estuvieron? Cuando la madre de una amiga murió, vi sobre la cama la marca que la grasa de su cabeza había dejado en la pared, apoyada durante noches y noches para leer o pensar en algo. En séptimo grado teníamos un profesor de carpintería, que además era piloto. Le encantaba volar. Séptimo grado era el año de la consagración, incluso en carpintería. Para despedirnos de la primaria, teníamos que construir nuestro propio escritorio, el escritorio en el que estudiaríamos durante toda la secundaria, para transformarnos en hombres (mientras, las chicas hacían bombones de Quaker o cosían, en un taller de manualidades). Había un solo modelo de escritorio, elemental y horrible. Mis habilidades como carpintero eran pésimas, por eso tuve que cambiar el escritorio por un posa pava con forma de pez. Creo que ese cambio marcó mi futuro. Un día nuestro profesor de carpintería se estrelló con su aeroplano. Lo extraño es que durante un par de semanas algunas máquinas se prendían solas. Los empleados entraban al taller vacío mirando para todos lados, las apagaban y salían corriendo.
¡¡Lindo texto!! Santiago Venturini como siempre nos habla sobre cosas sencillas de manera profunda.