Moteles

Es imposible no sentir algún tipo de curiosidad por los moteles, esos templos del placer y la rutina del sexo, casi siempre tirados al costado de la ruta, con sus carteles y sus luces bizarras, con su indiscreción construida para la discreción.

Entrar en la habitación de un motel es como entrar en un museo: todas las cosas que están ahí tienen un aura, parecen únicas. El empapelado o la pintura de las paredes, la alfombra que pisaron los pies más insospechados –y que tocaron incluso piernas, espaldas, penes, anos o vaginas–, y todo eso que es el lugar común del sexo: los espejos, las luces, el catálogo de juguetes sexuales, las sábanas (que en algunos moteles son tan tristes, pálidas, percudidas por el uso y el agua caliente que borró más de una vez los rastros biológicos de unos cuerpos excitados), el televisor que transmite porno pero, si se cambia de canal, también noticias o películas dobladas.

A nadie le gusta ser visto en un motel; los clientes de motel suelen ser paranoicos. No sólo porque tienen una vida pública que no puede explicar su presencia en ese lugar, sino también porque el sexo es todavía un motivo de pudor, un hábito secreto. Por eso sólo se ven las manitos del cobrador, que aparecen por un agujero en la pared, como en un raro espectáculo de títeres, para pedir el tributo por una hora de placer.

Voy por la mitad de El motel del voyeur, el libro de Gay Talese sobre un yanqui que se compró un motel en los sesenta, construyó una pasarela alfombrada sobre las habitaciones e instaló en el techo falsas rejillas de ventilación para espiar a muchísimos huéspedes: unos 300 por año. Al mismo tiempo, y para ser el voyeur perfecto, Gerald Foos llevó un diario, donde registraba todo: desde la descripción de las parejas, hasta los distintos modos de practicar sexo oral y las diferentes formas en que las personas se sientan en el inodoro. Blancos, negros, lesbianas, homosexuales, viejos, jóvenes, espió las relaciones sexuales de todos. Lo que Foos aprende a veces lo deprime: la intimidad entre dos personas es aburrida, todos hacen lo mismo, con algunas variaciones. Pero sobre todo, Foos aprende que las parejas suelen ser más infelices de lo que aparentan, y que el sexo es muchas veces un ejercicio egoísta en el que alguien no la pasa tan bien. A pesar de eso, su diario tiene momentos memorables. Una tarde, mientras espía a un hombre que come pollo frito y se limpia las manos en el cubrecama, Foos se indigna y grita “hijo de puta”; el hombre se queda duro, mira para todos lados y finalmente se asoma a la ventana, creyendo que la voz viene desde afuera. Otra tarde, espía a una pareja que está tomando bourbon en la cama. Ella se va al baño, y en ese momento el hombre que la acompaña saca su pene y mea dentro de su copa. Cuando vuelve, el hombre propone un nuevo brindis. Los dos beben y el hombre le pregunta a la mujer: “¿Habías probado algún bourbon mejor?”. Y ella responde: “La verdad es que no”.

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