Por Juanjo Conti
La pileta del predio UNL-ATE, una biblioteca para los socios y un lector curioso que fisgonea las planillas.
Cuando llegué a la pileta por primera vez en la temporada, hice el examen médico, presenté el certificado y me di el chapuzón inaugural. Luego salí, me senté en un sillón libre y me di cuenta de que no había traído ningún libro. Entonces, opté por hacer algo diferente este año. En lugar de llevar mi libro de turno y arriesgarme a que se moje, iba a leer uno de la biblioteca que está junto a la pileta.
Me acerqué al puesto en el que, con sólo entregar una identificación, los socios pueden obtener desde una sombrilla a un juego de mesa (naipes, ajedrez, damas; lo típico); y pedí un libro. Había estado parado varios minutos frente a la vitrina que los exhibía. Me decidí por uno gordo y rojo de un autor del que venía leyendo cuentos: Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.
Así, cada día que iba a nadar, aprovechaba para leer algunas páginas de esa novela premiada. Hubo días en los que acudí al predio únicamente para leer. Llevaba la malla como excusa, pero ni siquiera me metía al agua. Permanecía unas cuantas horas, a la sombra de las pérgolas de la zona de asadores, pasando con placer una a una las más de seiscientas páginas. Cuando el sol caía y ya no había luz natural que me permitiera leer, devolvía el libro.
En una de esas ocasiones, al entregar en mano el libro a la bibliotecaria de turno, se me ocurrió escribir este artículo. En mi mente lo titulé ¿Qué leyó la gente este verano? y a continuación, imaginé el primer párrafo que lo justificaría:
La pregunta es ambiciosa. Por eso, como hacen los científicos, que primero toman una muestra y luego intentan extrapolar sus conclusiones, voy a reducir “verano” a los meses de enero y febrero y “gente” a quienes asistieron al predio UNL-ATE de la ciudad de Santa Fe. En su mayoría, es válido asumir, trabajadores del Estado.
Archivé la idea en uno de los cajones de mi mente y seguí transitando el verano sin mayores sobresaltos; en casa, iba apilando novelas cortas que leía en pocos días y en la pileta, muy despacio, seguía las andanzas de Ulises Lima y Arturo Belano (los “detectives salvajes”).
Uno de los últimos días de febrero (no sabía la fecha exacta, pero sí que aún no era marzo), al devolver una vez más el libro, le comenté a la bibliotecaria mi pequeña idea para un artículo.
Uno de estos días, dije, voy a sacarle fotos a las planillas porque quiero hacer una especie de análisis sobre lo que leyó la gente este verano.
La chica abrió grandes los ojos.
“Entonces hacelo ahora”, me dijo, “porque hoy es el último día que se prestan libros”.
“¿Cómo? Si todavía no terminó el verano”.
Como respuesta, se encogió de hombros y me miró con inocencia.
Apurado, tomé las fotos que quería con mi celular.
Luego de haber volcado la información tabulada en una planilla de cálculo (y de tratar de descifrar títulos, autores y horarios en la caligrafía de la bibliotecaria), cumplo el objetivo inicial de entregar a los lectores algunas conclusiones.
La primera, y más triste, es que casi nadie lee. En todo el verano solo se realizaron 63 préstamos. El libro más prestado (sacándome de la ecuación) fue Las mujeres del rey, prestado por lo menos a tres personas diferentes; como lo desconocía, intenté averiguar de qué se trataba. Aparentemente, no es literatura (me lo temía), sino un recuento de chismes de alcoba de un rey español (un tal Juan, o Carlos, o tal vez, Juan Carlos).
Más conclusiones: la mayoría de los libros fueron retirados entre las 16 y las 18. Y la mayoría de las personas solo hicieron un retiro, por lo que puedo presumir que, o bien son velocísimos lectores, o bien perdieron el interés y nunca terminaron el libro que sacaron.
Otros libros retirados fueron los siguientes: Robin Hood, El libro de los abrazos, Casa tomada (y otros cuentos, aunque el título completo no entró en la celda) y Mujercitas. También se pidieron libros basados en películas o videojuegos: El Padrino y Hora Cero (proveniente de Resident Evil, la película, otrora videojuego).
Además, aparecían algunos nombres de autores que deben de ser más importantes que sus libros, ya que figuraban en lugar del título de sus obras; por ejemplo: Agatha Christie, Umberto Eco, Oscar Wilde. Este último estaba acompañado de la palabra “fantasmas” que asumo es un resumen de El fantasma de Canterville.
Asimismo, se mencionan libros absolutamente desconocidos para mí y que tal vez fueron elegidos por sus títulos prometedores o sus portadas súper producidas: El primero en morir, Contame tu sueño.
Hay autores que sé que están en esa biblioteca y que, por lo visto, no fueron tomados y deberán esperar, pálidos, hasta el próximo verano: Borges, Gabriel García Márquez, Onetti.
La conclusión general parece ser que se leyó poco y nada. Aunque queda la esperanza de que los lectores hayan sido muchos más y que, simplemente, hayan decidido llevar todos los días sus ejemplares a la pileta, despreocupados de que el agua o el cloro los corrompan.