Un nuevo asesinato en el fútbol desnudó una vez más a la celebrada cultura del aguante.
Una muerte más en el fútbol nos provoca un largo y repetitivo debate, también nos lleva a culparnos, a entristecernos, a putearnos, a alimentarnos en resentimientos, a llenarnos la boca de hipocresía, a buscar soluciones pasmosas, a consumir largas horas de periodismo “sabelotodo”, y a no mirar nuestros propios fracasos como componentes de una sociedad decadente.
La última víctima se llama Emanuel Balbo, el hincha de Belgrano que fue arrojado desde la altura de una boca de acceso en una de las tribunas populares del estadio Mario Kempes mientras se jugaba el primer tiempo del clásico de Córdoba. La caída lo dejó en estado crítico, y a las 48 horas confirmó la muerte Norberto Brussa, jefe de guardia del Hospital de Urgencias de la ciudad de Córdoba.
Todo fue una salvajada, desde el acto asesino en sí mismo hasta los cientos de periodistas y productores que deciden mostrar la muerte de Balbo una, diez, cien y mil veces más. En la escena del crimen hay un tipo que se agarra la cabeza. Los medios televisivos de mayor alcance nacional presentan como “URGENTE”, “ALARMA”, “AHORA”, “ÚLTIMO MOMENTO”. Tienen la imagen de la víctima en el suelo y sale al aire para que la población consuma más muerte, más violencia, más robos. Un hincha avisa lo peor. Está inconsciente, con la cabeza abierta, Emanuel Balbo recibe nuevos golpes en el piso. Le roban las zapatillas. El ocaso humano en una pantalla. Y se escucha: “¡Sacalo al culiao!”. Y la decadencia se hace grito: “¡El que no salta es de la T”, mientras un ser humano agoniza. “¡Gallina puta, la puta que te parió!”, cantan sin el más mínimo sentido de humanidad. Ahí está la Policía que mira y se ajusta al protocolo de hacer un doble cordón alrededor del “masculino”. Algunos intentan tirarle alguna patada a Balbo. Y la cultura del aguante y se hacía canción. “¡Esta yuta culiada, no quiere entender, que Belgrano, es el capo cordobés!”. Enajenados saltaban, gritaban y celebraban el asesinato del que por supuesto nadie se hará cargo. Y la muerte le llegó porque un tal Gómez lo acusó en la tribuna de ser hincha de Talleres, motivo para que la barbarie actúe con el rigor de su propia ley.
Apenas habían pasado cuatro días del clásico y dos de la muerte de Balbo, en el mismo estadio que conservaba la sangre del muerto y la escena del crimen, y jugaron Talleres e Independiente un partido que tenían pendiente. La intención antes de que la pelota empiece a rodar fue la de transmitir paz con el ingreso al campo de juego de los jugadores de la “T”, del “Rojo” y de Belgrano, que se acercaron esa noche para compartir un cartel con la frase “#Nosomosenemigos”.
¿Sirve para algo ese gesto o es parte del show que no se detiene? Recordemos que a Balbo lo tiraron en el primer tiempo y todo siguió. Recordemos que al otro día, cuando ya todo el mundo sabía del incidente, la fecha de fútbol siguió como si nada. ¿Cuánto de hipocresía hay en todo el mundo fútbol con la violencia? Ese mundo compuesto dirigentes, futbolistas, árbitros, hinchas, directores técnicos, profes, todos. ¿Sirve para algo el “cartelito”? ¿Sirve para algo cuando salen los tres planteles a la cancha para pedir paz y desde las tribunas muchos hinchas de Talleres los putean y silban a los jugadores de Belgrano? Seguramente no resta, pero no alcanza con no restar, es tiempo de sumar, y si podemos hay que multiplicar.
La manifestación en el discurso pacifista y en los mensajes por un “fútbol sin violencia” se convierte en una expresión hipócrita cuando desde las tribunas bajan los cánticos amenazantes para con los hinchas del otro equipo, jugadores rivales y hasta los mismos futbolistas del club al cual alientan. La hipocresía de los periodistas también se destaca cuando dicen que el fútbol es sólo un juego, pero en sus discusiones acaloradas y en sus gestos ampulosos pareciera ser que están anunciando el fin del mundo. Hablan del descenso en “modo tragedia”, sugieren dejar sin trabajo a directores técnicos como si hablaran de comer fideos o canelones, se mofan de cualquier jugador hasta llevarlo al ridículo. Discuten, insultan, gritan y se tratan como los mismos personajes que ellos critican. Pero cada tanto, los tipos no se ponen colorados en afirmar “¡Qué mal que le hace esto al fútbol!”.
Los hinchas de ambos equipos cordobeses, antes y también después del partido, posaron y marcharon juntos contra la violencia. También antes, durante y después del partido cantaron “que los van a matar” y otras bellezas por el estilo. Y esto les cabe a todos, a los de Boca, River, Unión, Colón, todos. Como les cabe a todos los que desprecian y acusan a los barrabravas de cada uno de los males de su club, pero aplauden cuando entran con sus bombos y banderas, y cantan, insultan y amenazan todos juntos –popu y platea- cuando el equipo no gana.
Por su exposición y el lugar en que eligieron estar, los dirigentes de fútbol son los que muestran un evidente doble faz. Son los primeros en negar la convivencia y ayuda a los barras, pero hasta el menos futbolero sabe que sin dirigencia no hay barrabrava. El ingreso a la cancha sin restricciones, el negocio de las entradas de favor, los playones de estacionamientos, los colectivos/aviones para “seguir” al equipo y hasta los jugadores que son representados por barras, todo eso y otras cuestiones habitan en la relación entre directivos y barras.
La barra y el aguante
Vale rescatar un extracto de la nota “Los barras se combaten con libros”, publicada en Pausa 190. Allí, el sociólogo e investigador del Conicet, Pablo Alabarces, un estudioso en la temática de la violencia en el fútbol, dice que “la sociología ha demostrado que es falsa la idea de que una persona es libre y elige libremente entre una amplia gama de posibilidades y con un criterio recto de moral universal. Los sujetos actúan siempre en función de lo que la cultura y el lenguaje les permiten”. Alabarces plantea que los sectores que forman parte de las llamadas “barras bravas” forman parte de la cultura del “aguante”. Eso implica defender tu club, tu camiseta, tu territorio. “Y si el aguante les dice que si ofenden a tu territorio, si te deshonran o si te agreden, vos tenés que defenderte con violencia física. Eso es un mandato. Entonces la violencia no es excepcional, es obligatoria, es el código de ese contexto. Por lo tanto, las barras bravas son violentas porque deben, no porque quieren. Es decir, si tu vida está regida por ese código, la violencia se vuelve obligatoria”, afirma. La violencia es un mandato: tener aguante es ser violento; o, sino, ser violento es tener aguante.
Por lo tanto, para frenar la violencia en los estadios de fútbol es necesario un cambio cultural. El primer paso sería reconocer la existencia de este “código del aguante”. El segundo, trabajar para transformarlo. “Eso implica involucrar a todos los sujetos participantes: jugadores, dirigentes, socios y, también, a los barras. Eso es un trabajo de 10 años. Y no se puede hacer desde arriba y decir ‘muchachos se acabó el aguante’. De ninguna manera”.