Terminó de poner la última caja en la pila y se detuvo. Se quedó un momento quieto. Cada vez que terminaba una jornada, necesitaba hacer eso: quedarse inmóvil, esperando que los pensamientos volvieran a su cerebro, cosa que ocurría lentamente, como si se hubieran desparramado no sólo afuera, sino también lejos de él.
Era una técnica, tan buena como cualquiera otra. Dejaba en suspenso el funcionamiento de su cerebro mientras realizaba ese estúpido, pesado trabajo. Así, le parecía, concentraba su energía en los brazos, en el torso, en el mero cuerpo. A veces creía que el esfuerzo le detenía inclusive los movimientos del corazón, pero como tenía suspendido el cerebro no pensaba en ello: sentía que el corazón aquietaba su paso, pero lo sentía en algún lugar impreciso. Entonces el cuerpo se movía por su cuenta, automáticamente, las diez enteritas horas que duraba la jornada.
Había aprendido la técnica, como la llamaba, en las sesiones de tortura. Sabía que el cuerpo, separado y solo, padece el dolor de una manera diferente. Los profesionales del horror se daban cuenta, porque él dejaba de quejarse. “Los estoy jodiendo, pensaba, mi cuerpo sin mi mente es una mera cosa, un objeto. Pueden partirme en dos sin que lo sienta”.
Terminaba la jornada y se quedaba un momento, inmóvil, sintiendo que el furor de su respiración se iba calmando a lo largo de los segundos. Una mano, ajena, sola en la soledad del cuerpo, alcanzaba sus cabellos, pasaba la palma sobre el rostro sudoroso.
El primer pensamiento que regresaba era de alivio. Otros también entraban: el de bronca por el destino. El de resignación. El de conciencia de su cuerpo. Hasta el de cierta brumosa, cómo decir, melancolía. En realidad, casi todos. Había sólo uno al que él dejaba cuidadosamente afuera: el del dolor.
En la cárcel había un compañero que decía una frase de quién sabe qué autor. Esos estudiantitos vivían repitiendo frases de otros. Con cierta petulancia, leve, como para que nadie creyera que exhibían sus conocimientos. La frase era: “entre el dolor y la nada, elijo el dolor”. El se reía para adentro, mientras todos asentían con gestos de reflexiva gravedad. ¿Cómo elegir el dolor? El dolor enloquece. Su padre, por ejemplo. Tenía un temor desesperado de que él se hiciera maricón. Y lo llevaba a cazar, a pescar. Una vez lo dejó solo en la inmensidad de la noche, del silencio, en la isla. Él creyó que se había perdido. Y como era niño y todavía andaba con sus pensamientos a cuestas, se apretó contra un árbol y lloró durante horas. Aunque quizá fueron pocos minutos. Hasta que el viejo se apareció, a las risas, diciendo: “Así se hacen los machos”. Hacía cosas así. A veces se acercaba por atrás, con sigilo, y gritaba con fuerza su nombre, bien cerquita.
No era realmente malo, el viejo. Pasaba lo suyo. Tenía sus problemas, con ese jodido trabajo de albañil. No, señor. El dolor te vuelve loco. Como el miedo.
También separaba sus pensamientos cuando dejaron de torturarlo. Sencillamente, no soportaba el encierro.
Los otros, los “compañeros” hablaban mucho, discutían, estudiaban. Insistían para que él hiciera cursos. De esto, de lo otro. Mientras se podía, antes del golpe. El a veces iba, para que no le anduvieran atrás, y a veces se hacía el boludo. A él le gustaba sentarse en la galería, frente al paredón del oeste. Sólo se estaba allí. Horas, podía estar. Ensayaba la técnica. Al principio se imaginaba que él era un árbol, y, los pensamientos, hojas. Al principio le fallaba, la técnica. Sencillamente le faltaba práctica. Y los pensamientos, entonces, hacían su fiesta. Recordaba las calles de afuera, los palos borrachos florecidos en abril, en la plaza de la esquina. Recordaba el bar adonde solía recalar antes de irse a dormir, donde se tomaba un par de ginebras. O algunas más, cuando cobraba. Recordaba a la chiquilla que estudiaba bioquímica, que lo trataba con la deferencia y el entusiasmo con que se trataba a los obreros, él, el protagonista de la revolución. Cuando arrancaba para ese camino, se fastidiaba. Y cerraba los ojos, la cabeza apoyada contra la pared. Concentraba energías y, de pronto, ya, la mente en blanco. Sin recuerdos. Sin dolor. La apacible nada.
A lo largo del tiempo fue afinando la técnica. Y ya no necesitó imaginarse árboles ni hojas.
Con los pensamientos se puso la campera, cerró con llave: se había ganado la confianza del patrón, que se iba un par de horas antes. A esa hora, seguro que afuera hacía mucho frío.
Salió a la calle encogiendo el cuerpo ante el golpe helado de la noche. Apretó los brazos contra el cuerpo, ahuecó el pecho, bajó la barbilla hasta tocarse el abrigo con el mentón. Las manos cerradas en los bolsillos.
Caminaba contra la pared, sin apuro.
Regresar a la casa no tenía sentido. El recuerdo del cuarto vacío le provocó un estremecimiento. Iría hasta el parque. Se sentaría en la oscuridad, escuchando el silencio.