Extrañamiento

Todos los años releo el mismo texto de Víctor Shklovski, uno de los formalistas rusos. Es un clásico, de 1917. Tengo que darlo en una clase, y aunque ya lo conozco termino leyéndolo otra vez. El título es “El arte como artificio” (o como “técnica”, o como “procedimiento”, todo depende del traductor de turno). En ese texto, Shklovski presenta una teoría sobre la literatura y el arte que, de forma bastante simple, hace más que hablar del arte. Voy a masacrar al pobre Víctor. Shklovski afirma que somos robots, que todo lo que hacemos es tan automático que nos olvidamos de haberlo hecho, que nuestra relación con el lenguaje y con la realidad está nublada por un automatismo alienador. Ahí, entonces, aparece el arte, que a través del extrañamiento de la forma y de lo que presenta, logra “desautomatizar” nuestra percepción del mundo y de la lengua, nos enseña algo nuevo. La idea es tan sencilla como poderosa, aunque mi vulgata la arruine.

El extrañamiento es un procedimiento básico del arte, pero lo que me llama la atención cada vez que leo a Shklovski es que necesitemos ese extrañamiento para ver todo de nuevo, cuando en realidad somos extrañeza pura. Somos extraños para nosotros mismos, aunque actuemos como si no lo fuéramos. ¿Quién no se miró alguna vez en el espejo del baño y vio a un desconocido en ese cuadrado? ¿Quién no tocó a otra persona y sintió que estaba tocando algo de otro mundo? A veces, cuando estoy hablando con alguien, todo parece desintegrarse por un segundo: las sillas, el piso, la cara del que habla; por un segundo todo tambalea y vuelve a armarse solo, como si hubiera habido una falla de lo real. O como si uno se hubiera vuelto mucho más consciente de lo real.

Es lo que le pasa a Ernesto López Garay, uno de los personajes de Cicatrices de Saer. Un juez gay, culto y misántropo que da vueltas obsesivas por Santa Fe en su auto, traduce a Oscar Wilde y tiene una empleada doméstica que le prepara la comida: siempre sopa. Un día está sentado en un sillón y de repente: “Comienza el extrañamiento. Viene de golpe (…) Por medio de él sé que estoy vivo, que esto –y ninguna otra cosa– es la realidad y yo estoy dentro de ella enteramente, con mi cuerpo, atravesándola como un meteoro (…) Levanto ahora mi mano derecha en la penumbra del estudio –tengo una mano derecha y estoy en un lugar al que llamo mi estudio– y sigo con la mente el movimiento, la mano derecha que se alza desde el muslo, donde había estado apoyada, con la palma hacia abajo, los dedos ligeramente encogidos, hasta la altura del pecho. Seguir con la mente ese movimiento, todo, paso por paso, es el extrañamiento”. Si hacen el ejercicio de mirarse una mano por un minuto, verán como aparece el extrañamiento.

El extrañamiento es casi siempre momentáneo, y debe serlo porque si durara demasiado nos volveríamos locos. Por eso, cuando aparece tenemos que revertirlo con acciones como lavar los platos o ir hasta la panadería, esas cosas automáticas que nos mantienen vivos, fuera del precipicio de la verdad.

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