El otro día murió una vecina que vivía enfrente de mi casa. Casi no la conocía. Sabía que se llamaba Marta, porque un domingo a las ocho de la mañana una mujer le pateó el portón de chapa de su casa durante media hora, gritando ese nombre. Me acuerdo de haber espiado por la ventana, medio dormido, y de haber visto a esa mujer desaforada al lado de una nena que la miraba fijamente, tal vez porque en ese momento comprendía que el ser humano que la había arrastrado hasta ahí estaba desquiciado.
Sea como sea, Marta se murió. El hijo que la encontró llamó a la policía. Ya sabemos que las luces azules de los patrulleros, esas luces que deben ser más potentes que las del túnel que aparece al final de la vida, son una tentación, un señuelo. Por eso la casa de Marta se llenó de testigos, o para usar la palabra justa: chusmas. La señora que vivía al lado montó guardia y se pasó horas en la vereda, hablando con los que llegaban, los “atraídos por el imán de la calamidad”, como los llama Sylvia Plath en su poema “Secuelas”. No lo niego, yo también me acerqué a la ventana y los vi a todos repartidos en grupitos, como si estuvieran en un cóctel, el cóctel por la muerte de Marta. Incluso había personas que iban a la fábrica de pastas que está enfrente, y antes de irse se cruzaban con su cajita de ravioles crudos que iban a tragar más tarde para preguntarle a un policía qué había pasado. Un vecino me dijo: “está la policía porque no saben si tuvo un paro o la prendieron fuego”. Como si fuera casi lo mismo.
Nos encanta la desgracia ajena, nos regodeamos como los gatos que se refriegan contra las patas de una mesa. Por eso hay tantas personas que aman relatar las noticias más escabrosas que vieron en los canales que transmiten las 24 horas. Son esas personas que después de hablar del clima dicen: “viste lo de ese hombre al que acuchillaron con un tramontina, y después le dispararon en la cabeza y después lo cocinaron en un horno de barro”. Y mientras lo cuentan con aire de indignación les brillan los ojos, porque lo están disfrutando. Aunque nunca lo reconocerían, disfrutan de la fatalidad, disfrutan de saber que ellos están sanos y salvos y pueden contar eso desde la tranquilidad de su comedor.
En “La soga”, uno de los poemas en prosa de Baudelaire, hay un pintor que adopta a un chico pobre con el que se encariña. Como empieza a robarle cosas dulces y licor, a pesar de las advertencias, el pintor lo amenaza con devolverlo a su familia. Desesperado, el chico se ahorca con una soga en el ropero. Al otro día aparece la madre, que quiere ver el lugar donde su hijo murió. Cuando encuentra un pedacito de la soga que su hijo había usado, colgada todavía del ropero, se desespera por llevársela, como “una reliquia querida y horrible”. El pintor se conmueve y se la da. Pero a la mañana siguiente, recibe varias cartas en las que sus vecinos le piden un pedacito de la soga fatal. La madre la había fraccionado para venderla, y ahora todos querían su amuleto.