Tengo, como todos, experiencia en muertos. Enterré a varios, los vi duros como muñecos en sus cajones brillosos, rodeados por la parafernalia de la muerte: coronas con ese olor repugnante y salutaciones escritas en letras doradas, cruces de cotillón, luces violetas de boliche brillando sobre la cabeza un poco destartalada del muerto, que emerge como una joya en descomposición de los pliegues blancos de la tela con que los adornan. Así aparece el padre muerto en un poema de Estela Figueroa: “acomodado como una torta”.
Los velorios son una más de nuestras ceremonias. Algunos sufren realmente en las salas de velatorio –los familiares directos–, otros van para encontrarse con amigos que no ven hace tiempo. Entre nosotros es común la práctica del velorio trámite: pasar veinte minutos para cumplir, no con el muerto, sino con el heredero que deja en la tierra. Qué poder tiene el muerto, es capaz de modificar la rutina de los vivos para juntarlos en el mismo lugar y ponerlos a orbitar a su alrededor durante horas.
Y después aparecerá en la calle esa procesión de autos ocupados por conductores compungidos, mientras afuera otros ciudadanos hablan por celular, caminan con bolsas que traen de algún negocio, son ajenos, al menos por esa vez, a la caravana lúgubre. En el cementerio todos se quedarán callados, y el silencio será interrumpido por los llantitos de algunos familiares que van a salir de la “necrópolis” –¡palabra horrorosa!– sostenidos por otros.
Como siempre, lo que para unos es una catástrofe, para otros es algo insignificante. Una mañana, en el entierro de la madre de una amiga, vi como los empleados del cementerio privado acomodaban con delicadeza las coronas fúnebres. Las trataban como a reliquias, con las manos enguantadas. Cuando despedimos a la pobre mujer y empezamos a caminar por ese campo con el césped prolijo, me di vuelta y vi a los mismos empleados revolear las coronas y desmontar todo con velocidad para irse a almorzar a sus casas.
Para algunas personas el show de la muerte es más importante que el de la vida. En sus Confesiones de un burgués, Sándor Márai habla sobre los efectos catastróficos de la pompa fúnebre en los entierros militares “que, durante una época, hizo que muchos soldados se suicidasen; esos jóvenes sentimentales campesinos confesaban en su carta de despedida que habían sentido envidia del solemne entierro de algún compañero de su pueblo (…) tras lo cual rogaban a la familia, a sus amigos y conocidos, que no escatimasen en gastos y que los llevasen al cementerio con la banda de música. Entre los soldados más jóvenes se desató una epidemia y empezaron a pegarse tiros en la sien con su arma reglamentaria para que su novia (…) viera con qué majestuosa pompa se acompañaba a su novio en su último viaje. La autoridad militar tuvo que prohibir que la banda acompañase al cementerio a los soldados suicidas. Entonces la epidemia remitió porque los soldados consideraban que no valía la pena ser enterrados sin música”.