Entonces, algo se rompe. Como si estuvieras distraída construyendo una cosa valiosa y cara, y sin que nada lo prevenga, el suelo se desplazara hacia abajo y todo lazo y todo vínculo se soltara y el mundo entero cayera sin estrépito.
Nada parece haberse modificado en su apariencia. La mente, esa curiosa manera de desdén que tiene el cuerpo, trabaja buscando señales en donde no las hay. No le gusta el caos. Algo está cerca y es el riesgo del desorden total, un hálito inconveniente que no se va a volver manso ni aunque le pegues. Me refiero a “problemas personales”, que le dicen, que desestabilizan el mundo y que no se pueden contar por imperativos del pudor.
Y eso que hay cosas para ver. Por ejemplo, una película sobre el Oskar Schindler español, un tal Ángel Sanz Briz que salvó cerca de cinco mil judíos desde la embajada española en Budapest, pero que se conoce poco porque no hubo un Steven Spielberg que pusiera una niña con tapadito rojo en medio del blanco y negro de la peli. Un par de libros que te gustan, que leés con fruición. Uno que trata de un invierno largo en el muy norte de Suecia y que transcurre en 1700. Hay una tormenta de nieve en el medio. La madre sabe que es un riesgo atravesarla para volver a casa, porque las dos hijas son chicas, pero no puede detener su determinación y vuelve, y, aunque sabe cuáles son las consecuencias, se manda y vuelve y, claro, aparece, más tarde o más temprano, lo que ella se temía. Cuando cerrás el libro, las imágenes del frío y de lo que la autora llama invierno-lobo quedan en tu mente. Las capas sucesivas de nieve que van formando el hielo y van atrapando al río que se vuelve una cinta blanca.
Pero, claro, quien es diferente yace, vulnerable e indefenso, en manos de quien tira los dados, si quiere. La tormenta hace estallar las ventanas.
Hay unos personajes que ven cosas. Escuchan hablar a las montañas. Conversan con muertos que fueron asesinados y reclaman venganza. Ven escenas que pasaron hace mucho tiempo con gentes desconocidas. Saben que la inquisición, que nunca se nombra, está atenta y por eso callan o se obligan a pensar, a luchar contra esas visiones muchas veces indeseables y que les dan un conocimiento que nadie querría tener.
Hace unos días, me cuenta una amiga, “yo estaba mirando televisión y mi hija se esmeraba en el celular, enfrente. Transcurría el tiempo y las dos seguíamos entretenidas en actividades diferentes. De pronto algo cambió. Tuve un sobresalto y casi grité, es decir, dije: Qué pasó. Ella, sin levantar los ojos del celular, dijo: Un pibe se suicidó; no lo conozco, dijo, pero… Yo me quedé pensando. Mandé la mente para atrás, para entender qué era lo que había cambiado. El aire en la habitación no se había alterado. Nada había pasado por mi cuerpo. Era sólo haber estado relajada, mirando pavadas en la televisión, y haber dicho algo que no se correspondía con ningún sentimiento, ninguna percepción visible, nada que se presiente o se actualiza. Un sobresalto que viene de la nada”.
Hay golpes tan fuertes en la vida, dice.