La bolita de paraíso rasgó su cáscara verde en el impacto, en el suelo se la ve, rota. Desde adentro le brota esa carne pegajosa y desagradable. El costado de la panza es un hervidero intenso y rojo, dolorosísimo, con un punto preciso que pincha y marca el centro del intenso moretón que ya empieza a dibujarse. La mano que refriega desesperada no hace más que empeorar el cuadro.
En la calle no hay nadie, las baldosas onduladas de la vereda ardiendo bajo las ojotas y algunas chicharras. La brea del medio del asfalto se derrite como un hilo de petróleo. Dan ganas de llorar, pero está claro que desde algún lugar alguien está mirando y disfrutando. Se cruza un perro jadeante que busca refugio del sol, como quien intenta escapar de un incendio, atontado por el humo. Detrás de la persiana cerrada se escucha un sonido lento y pesado de ventilador viejo.
Una cortina se mueve, apenas, en la casa de enfrente. La casa tiene rejas y jardín. Hay una galería con ventanales y dos sillones de metal sin los almohadones –pero seguro están adentro y son a rayas verdes y blancas o naranjas. La cortina vuelve a moverse ahora por un viento que parece fantasma. Adentro no se ve nada, como si fuera de noche. Es más o menos el mismo contraste que puede adivinarse entre el adentro y el afuera de todas las casas. Afuera intemperie y desierto; adentro, oscuridad y alivio.
La vista se agudiza tratando de detectar algún movimiento en la sombra fresca y silenciosa detrás de la cortina. Intermitentemente también busca de reojo y con cierto disimulo algún cascote más o menos al alcance. Entonces el chasquido, inequívoco, del globo, un zumbido y un venenito que explota en la persiana de madera. Antes de terminar de entender, suena otro chasquido que se transforma en tinclazo en el cachete o en la oreja, ya no se sabe. Solo queda correr, aturdido y mareado, comerse las lágrimas, los mocos, recordar la ventana, soñar con esa piedra nocturna, sentir el peso en la mano, acariciarla.