Camino por la vereda a las dos de la tarde, una hora en que esta ciudad parece abandonada. Hay un silencio de siesta, ni siquiera se escuchan pájaros. Pero de repente empieza a infiltrarse en el aire el ruido de un motor. Se vuelve cada vez más cercano, hasta que en la esquina aparece, como en un circo, una moto con una pareja; él acelera, ella lo abraza. Al cruzar la esquina su máquina pega un salto, y escucho la voz del hombre que dice: “El pollo estaba doradito, muy rico”.
Entonces pienso automáticamente en pollos. Vuelvo a una conversación reciente con dos amigas, donde una decía que cortar la carne de pollo es horrible: carne gelatinosa, patinosa, con esa grasita amarilla. “El pollo feliz” era el nombre de una rotisería donde comprábamos papas fritas cuando éramos estudiantes. Si uno se quedaba más de cinco minutos ahí adentro, volvía al mundo como si lo hubieran metido dentro de una freidora. Pienso en los cocineros de ese lugar, bañándose para sacarse el olor, y pienso en una chica que conocí una vez, con los antebrazos marcados: había trabajado durante años en KFC Fried Chicken, y el aceite de las frituras siempre la terminaba quemando. En la ciudad donde nací hay un señor que todos los domingos hace pollos a la parrilla, y dicen que prepara el mejor chimichurri del mundo. Me imagino que en cada ciudad está el mejor chimichurri del mundo –o la mejor empanada, o el mejor alfajor–, porque en todas las ciudades la gente funciona de la misma manera: necesitan creer que son únicos, al menos en algo. También pienso en que una de las comidas preferidas de mi mamá era el pollo al champignon, y me pregunto si los pollos del siglo XX, cuando ella vivía, tenían el mismo sabor que los del siglo XXI, que dicen que están llenos de hormonas.
Quien dice pollo, dice gallinas. Me acuerdo entonces de lo que me contaron unos amigos hace un par de semanas. Fueron a una gran reunión familiar en un pueblo de Entre Ríos. El dueño de casa tenía una granja. Los invitaron a recorrerla y vieron el horror: gallinas con el cogote pelado por tratar de sacar la cabeza fuera de la jaula; gallinas nerviosas picoteándose entre ellas porque están encerradas de a dos y apenas pueden moverse. Y de fondo, el ruido siempre parejo de los huevos que caen. Me imagino a las señoras que compran huevos en las verdulerías y piden los más grandes, y pienso también en las que usan doce huevos para preparar el mejor flan casero, el que hace delirar a sus hijos: doce huevos que costaron el martirio de una gallina esclava.
Salto en mi cabeza a un video de The Shoes, donde en dos minutos, con ritmo frenético de videoclip, se muestra el consumo y la explotación de esos animales, y se imagina la revolución de los pollos contra la humanidad. Entonces llego a mi casa. Abro la heladera para buscar agua y veo el blanco perfecto de unos huevos, brillan como si fueran objetos de otro planeta. La cierro con cargo de conciencia.