Hay pocas encuestas, poco creíbles. Un repaso de los últimos años y de la situación puntual en la batalla central, Buenos Aires, dan los parámetros. Qué le aportó a la comprensión política el sobrevalorado Durán Barba. Por qué estamos ante una elección extraordinaria o previsible y qué sucede en el kiosco de la Romi.
Un excepcional fenómeno histórico o el predecible resultado de un contexto particular. El triunfo de un idealismo inquebrantable o la victoria de un materialismo racional. Las elecciones que arrancan este domingo, primera etapa de frente a un lejano octubre donde mucho puede cambiar, ponen una vez más a prueba todas las brújulas y cartografías. Lo único claro es que, por el peso específico de una candidata, la compulsa de la provincia de Buenos Aires será la estrella del domingo y del diario del lunes.
Desde lejos el análisis puede ser borroso. Se pierden sutilezas que en el pago son más evidentes. Por ejemplo, cuánto pesa todavía la inundación que hubo en La Plata, qué significa que Mar del Plata tenga un intendente cuasi fascista, cómo pega la crisis en los pequeños productores rurales reales del interior bonaerense o cómo se soportan esas dantescas colas los días de descuento delante de los supermercados.
Para subsanar esa distancia, de poco sirve mirar las encuestas: es mejor el viejo diseño de un tablero de juego, así sea con muy poco zoom. Las estimaciones de las consultoras fallaron muy feo en 2011, 2013 y 2015, en primera y segunda vuelta. Habrá que acostumbrarse al hecho de que las encuestas publicadas en los medios de comunicación forman siempre parte del dispositivo de campaña electoral –alentando o desalentando al votante, según el librito del marketinero de ocasión– y que las verdaderas mediciones –efectivas y precisas, cuando bien producidas y rigurosamente analizadas– se mantienen en el entorno de los candidatos.
No es para tanto
Sobre los marketineros, bien vale zanjar una confusión a esta altura agobiante. Jaime Durán Barba no es el James Bond de las campañas electorales. Es un gran consultor político, poca duda cabe, pero en su prueba de fuego contó con un candidato apalancando públicamente por los medios como nunca, jamás, se vio en la historia política argentina y con un contrincante que, a la inversa, hizo la peor campaña que se haya visto. Hasta Marcelo Bonelli le hizo bullyng en el debate. Ni siquiera se puede decir exactamente cuál era la campaña de Daniel Scioli. En rápido repaso, tuvo al menos cuatro: la inicial, la previa a la primera vuelta y dos paralelas hacia la segunda vuelta en adelante, sin contar el idiota fuego amigo que dispararon personajes tan dispares como Aníbal Fernández y Juan Manuel Urtubey. Aún con ese despelote de consignas, si Scioli hubiera contado con los fierros publicitarios de Mauricio Macri –a quien le perdonaron las piruetas de promesas y posturas más disparatadas–, distinta hubiera sido la historia.
El agobio viene por el lado de la profusión de los carteles color pastel con bucólicos fondos, la retahíla de hashtags, la ola de lemas vacíos, selfies, videos casuales y demases. El márketing político se asemeja cada vez más a un curro de baja estofa, la poca densidad de muchos candidatos y espacios partidarios alienta a la homogeneidad de los aventureros. Durán Barba se volvió el spinner de la elite política. Pero sacándole a la semiótica duranbarbista el apoyo en bloque del sistema de medios de comunicación y el big data de las redes sociales y su segmentación de públicos, queda algo bastante, muy pobre. Apenas una retórica cachengue para contrastar con el tono de señorita maestra severa que antes enarbolara CFK.
¿Pero no se mimetizó CFK con esa estética de publicidad de compañía de seguros? Quien lea su campaña actual en esa clave olvida el lenguaje originario del kirchnerismo. CFK no busca simular la onda contemporánea, busca volver a una posición que no le pertenecía y que se perdió para siempre en octubre de 2010, cuando murió Néstor Kirchner. El cristinismo que nació en 2011 busca en 2017 volver a ser el kirchnerismo de 2003.
Ni es para tan poco
La verdadera enseñanza de Durán Barba sí tiene que ver con su repetido énfasis en la compresión del elector en su existencia concreta. Vale decir: si usted llegó a esta altura de la nota, no es un elector promedio. No sin cierta cuota de necesario cinismo, hay que aceptar que muy, muy pocas personas saben qué es el PBI, la deuda externa, un convenio colectivo de trabajo, la previsión social, la garantía de debido proceso judicial y demás términos que denominan los variados temas que regulan cómo vivimos y morimos.
Las retenciones, ¿son un impuesto o un tipo de cambio diferencial? Defina si es guapo.
Conocer esas precisiones y pasársela sumergido en la infinita sucesión de notas, análisis políticos y basura de panelistas tampoco es garantía de nada. Pocas cosas más patéticas hay que quienes creen poseer más conocimiento que el resto de los electores y que por ello están obligados a votar en cierto sentido para salvar a los ignorantes de sí mismos.
Un elector puede no saber qué es el PBI, pero sabe cuánto vale el pan y la leche. Un elector puede no saber cómo funcionan las licitaciones de obra pública o qué es una cuenta off shore, pero sabe si falta la ruta que se prometió o qué quiere decir “llevársela toda afuera”.
Durán Barba sí supo cómo tocar ahí. Decir: el pan está caro porque… y ahí completar con lo que corresponda. Y supo que la base de sustento de ese predicado se cuece en los informativos y los debates chicaneros, se presenta en el living de Susana y se sirve en un contexto concreto. El salto de Macri en la segunda vuelta capitalina de 2015 –la primera vez que habló bien de la AUH y las estatizaciones, la pirueta más inverosímil que recuerde y la más amparada por los medios gubernamentales– es el sello más eficaz de cómo Durán Barba trabajó desde el principio al fin pensando en cómo decide en concreto un elector concreto, en cómo era y es más relevante la conversación a la vuelta de tu casa, en el mostrador del kiosco de la Romi con la radio de fondo, que las gráficas y números explicando la evolución de la distribución del ingreso en una cadena nacional.
El medio término y la medida
Hemos dicho, hay cuatro claves para esta elección: cada distrito es un mundo aparte; Macri es el candidato que se mide en todos los distritos; Macri es la oposición en la mayoría de los distritos; cada cual vota lo que se le canta ya que no tiene efectos en el Ejecutivo.
En Buenos Aires, no obstante, Macri es oficialismo. Eso distingue también a esa elección: es el mayor distrito, es oficialista y tiene delante a la opositora más importante.
Hubo cuatro elecciones similares a ésta: 1985, 1991, 2001 y 2005. Se trata de las primeras elecciones de medio término después de un cambio de signo político en el presidente. Desde la perspectiva de la crisis económica, las que más se asemejan son las de 1991 y –ay– 2001. Desde la perspectiva institucional, las similares son las de 1985 y –otra vez, ay– 2001, cuando el PJ era una muy diezmada oposición. No obstante, esas similitudes no aportan demasiado. La descomposición de 2001 tenía como antecedente casi cuatro años de recesión polenta y una desocupación rampante instalada. La malaria actual es mucho más parecida, en la experiencia del asalariado, al progresivo descalabre del plan Austral, circa 1987, 1988: algo de inflación, dólar que no se contiene demasiado, creciente crisis laboral sobre una base de casi pleno empleo, feroz caída del consumo. Por otro lado, en 1991 Carlos Menem sí había logrado frenar la inflación –Convertibilidad mediante bajó de ¡cuatro cifras! a dos en mayo y una para la fecha de las elecciones–, mientras que los despidos de las privatizaciones eran, lamentablemente, bien vistos: la famosa demora de dos años de Entel frente a la efectividad casi inmediata de Telecom condenaba a los echados.
Los comienzos de Alfonsín y de Néstor Kirchner son incomparables por la dimensión de las transformaciones que estaban abriendo y la esperanza que en ellos se encarnaba: salir de la dictadura, salir del 2001.
Dicho esto, el punto de partida para medir las próximas elecciones no es el ballotage de 2015, sino la primera vuelta. Si el fascista conservador ultracatólico, aún derrotado, supera el 32,9% de Macri en la primera vuelta, puede cantar victoria. A la inversa, si la kchorra chorizombie, aún victoriosa, está debajo del 37% de Scioli, puede ser sindicada como perderora.
¿Y qué pasa en el kiosco de la Romi?
Mientras alguien pide soda, hay dos tipos que están padeciendo salvajemente la malaria. El problema no es que padezcan la malaria, ambos acuerdan en eso. El problema es el predicado y cómo se construye. Allí está la clave de por qué esta elección puede ser excepcional, o no, y de por qué no dice tanto, todavía, de cara a 2019.
Para decirlo rápido, la malaria se debe a que “se robaron todo” o a que “gobierna para los ricos”. Esos son los dos ejes de la elección, está más que claro, y cada campaña así lo estableció. Lo extraordinario sería que triunfe un voto por razones morales sobre un voto por razones del bolsillo, sobre todo por la profundidad y extensión del deterioro de las condiciones de vida. Hubo medidas de impacto general, como los tarifazos, los aumentos de combustibles o el deterioro del poder adquisitivo salarial por las paupérrimas paritarias, pero es la cantidad tan numerosa de bombazos quirúrgicos la que debería preocupar al gobierno. Quitaron pensiones, quitaron planes Progresar, echaron a miles, abrieron importaciones, sacaron remedios, la enumeración es odiosa y muchísimo más larga, la pregunta es una: ¿quién no conoce en su primer o segundo círculo de personas cercanas a algún afectado directamente por estas medidas puntuales? ¿Cómo puede atribuirse a la pesada herencia o la corrupción de los K el achicamiento en la carrera de investigador de Conicet o la caída de ventas por el fin del Ahora 12?
Hay una tercera variable, que ninguna de las dos campañas terminó de desarrollar: el desengaño. En 2015, Cambiemos mintió mucho. No cabe otra palabra. Mintió mucho, sobre muchas cosas. De forma paradigmática, mintió con el Fútbol para Todos. De forma general, mintió con el “no vas a perder nada de lo que ya tenés”. En el kiosco de la Romi, esa mentira pesa tanto, o más, que la vieja mentira del Indec. El engaño electoral es muy palpable y muy difícil de ocultar tras la "herencia recibida".
El voto kirchnerista tiene ese desengaño ya deglutido. Quienes votaron por Scioli en 2015, en primarias y primera vuelta, difícilmente se hayan espantando con los bolsos de López o las causas a De Vido, las escuchas telefónicas o cuanto escándalo surgiera. El problema irresoluble para la actual oposición, no obstante, es qué hacer con el señor que repite que “esos son todos rateros, no vuelven más”. Y, por eso, si no le cae bien el candidato de Cambiemos, puede ir hacia otro espacio. Pero nunca con los kukas.
Ese señor tiene razón: nunca nadie le dio una respuesta suficiente en nada.
Los enchastres del actual gobierno no limpian los anteriores. Y tampoco es suficiente tirar la pelota hacia “lo que resuelva la justicia”, para luego salvar los propios trapos. Hace falta muchísimo más que eso, hace falta proponer –y no recular en chancletas– frente a eso, hacia el pasado y hacia el futuro. La requisitoria de auditoría de toda la obra pública en el Congreso iba en ese sentido, el esfuerzo quedó a medio camino y esa dirección nunca se volvió a explotar. Si no hay más énfasis del kirchnerismo en esa dirección, el votante moral tiene todo el derecho, la obligación y la razón de despreciarlos.
De la Rúa en su momento propuso un voto moral, pero sólo se sustentaba en su férrea promesa –cumplida hasta el suicidio– de nunca devaluar y mantener vigente la Convertibilidad. El voto moral, al fin y al cabo, nunca ganó por sí solo una elección. Pero con el voto moral en contra, en una contienda decisiva como la de 2019, no se puede salir victorioso.