Hay tantos padres, aunque todos sean el mismo. Los padres del barrio donde crecí, que presidían la mesa del comedor en cada una de las casas, y usaban chancletas para hacer tareas tan diversas como podar una enredadera o lavar el auto. Esos padres eran iguales a otros más famosos: el ya gastado de Kafka, al que despreciaron lectores de todas las generaciones; el “Papá Goriot” de Balzac, al que sus hijas buitres le sacan todo lo que pueden, lo dejan morir en una pensión horrible, ni siquiera pagan por su ataúd y envían autos vacíos al cortejo fúnebre; el daddy al que Sylvia Plath le declara: “Papi tenía que matarte pero/moriste antes de que me diera tiempo” (me causa gracia pensar que daddy, esa palabrita que Plath usa irónicamente, define una categoría muy específica de videos porno: la de señores maduros con chicos o chicas más jóvenes; una fantasía universal: coger con el padre).
El padre tiene el poder enorme que le dio la cultura, pero al igual que todos, es un espécimen librado a la ridiculez de la humanidad. Ridículo en todos los sentidos. Como el padre de Lucio Mansilla que, cuenta su hijo, “pretendía conocer todos los peces por el modo como picaban la carnada”, hasta que una vez, “creyendo que había pescado un manguruyú, lo que el anzuelo había agarrado era un cuero de vaca, podrido. La explosión de mi risa fue castigada con un pescozón que, por poco no me echa en el remanso; para que se vea que ni los padres resisten al ridículo en presencia de los hijos”.
Los padres tampoco escapan de la decadencia, por eso a determinada edad se vuelven tan inofensivos como los chicos. No pude verlo con mi padre, que no alcanzó su vejez (aunque la habrá imaginado, porque como todos los humanos vivía en el futuro). Pero lo veo en padres ajenos: sentados en la punta de la mesa, como reliquias, o volviendo a sus casas en el asiento del acompañante de autos que manejan hijos idénticos a ellos. Lo vio Sharon Olds con su propio padre enfermo, al que le dedicó un libro entero donde están estos versos: “Amo/tus nalgas, una vez te cambié los pañales/lavé la suciedad diminuta, te unté/aceite con mi dedo; cuando toqué tu ano/mi vida hizo cortocircuito con Dios por un instante”.
Enfermo o no, e incluso vivo o no, el padre es el ser más juzgado. En la cadena de las familias ocupa el lugar de Dios, y ya sabemos que los creyentes veneran a su Dios, pero también le exigen demasiado. No hay que olvidar que todo padre fue, a su vez, un hijo que creció bajo la sombra de su propio padre. En sus Prosas apátridas, Julio Ramón Ribeyro escribió: “Dentro de algunos años alcanzaré la edad de mi padre y, unos años después, superaré su edad, es decir, seré mayor que él y, más tarde aún, podré considerarlo como si fuese mi hijo. Por lo general, todo hijo termina por alcanzar la edad de su padre o por rebasarla y entonces se convierte en el padre de su padre. Sólo así entonces podrá juzgarlo con la indulgencia que da el ‘ser mayor’, comprenderlo mayor y perdonarle todos sus defectos”.