La primera noche de la primavera llegaron caminando a la ciudad, gastaron las últimas monedas en la canoa que los cruzó y se tiraron debajo del puente, desde ahí lo vieron. Sentado en el otro pilar, frente a ellos, la espalda apoyada contra el hormigón, una rodilla levantada y un brazo sobre esa rodilla, un cigarro en la mano y el otro brazo sobre la valija: Jim West. El sombrero de cowboy aplastaba su pelo crespo, una virulana rebelde en lucha constante. Camisa a cuadros y pantalón oxford, botas que alguna vez fueron texanas.
—Salú la vagancia –dijo, finalmente.
El Tuca respondió con un movimiento de cabeza, el Chiqui desenvolvió el mapa del trapo y el Flaco se quedó mirando la antena del puente hundido, como un arco solitario en medio de la laguna.
—¿Ustedes también andan con lo del canuto ese? Todo chamuyo y acá está todo el mundo de las tripas…
En eso empezó a ladrar un perro y entre la oscuridad se pudo ver un chico con la cara negra de mugre, abrazado a ese perro de cuello largo. Enseguida otros ladridos y pisadas y gritos espantosos, múltiples, indistintos, hasta que la torva se vino encima. Primero fueron pisotones y gente cayendo. Al Chiqui lo sacudían de los pelos y al Flaco lo mordían. Alrededor, polvareda, gritos y zombies corriendo como hacen los zombies.
Jim West se abría espacio a patadas de karate y valijazos, el Tuca les sacó los zombies de encima a los otros dos y los arrastró hasta que alcanzaron zafar de la hecatombe, los zombies siguieron camino, algunos se tiraron al agua. Al chico y al perro no se los vio más.
Con un ruido largo, Jim West pasó sus mocos desde la nariz a la boca para luego escupirlos como una sola bola que se hizo milanesa en la tierra seca. Después se sacudió el polvo del pantalón, prendió el cigarro y se sentó en la valija a coserse los botones que le faltaban a la camisa.
—Les gou –dijo de golpe y sin mirarlos. Lo siguieron por unas cuadras, hasta que saltó una reja mediana y pateó una puerta.
En la casa no había casi nada, el barrio entero –antes de clase media y más– era una ruina de yuyos y propiedades semi colectivas.
Jim West sacó de la heladera apagada un botellón de vino y lo pasó. El Chiqui abrió la canilla y se sirvió agua. Mientras se la llevaba a la boca, Jim, que estaba de espaldas, se dio vuelta en el aire y le arrancó el vaso de la mano con una patada voladora. El vaso se estrelló en la pared y algunos pedazos muy pequeños de vidrio se derramaron entre grafitis y restos de todo tipo de materia.
Los pibes tuvieron que descartar una valija de ácidos en el tanque de la planta, si tomás, la quedás, papá.