Renault 18 Break, verde. El auto de mis mejores amigas. No necesitábamos que estuviera en marcha, nos servía estacionado. En ese Renault jugábamos a la familia de vacaciones. Hice todos los viajes que no hice cuando era chico, como visitar la Garganta del Diablo. Nos asomábamos a la ventanilla para ver las cataratas, aunque lo que estaba ahí era el piso de la cochera. En la familia imaginaria cada uno tenía un rol, y yo nunca era el padre. Los primeros hombres que conocí eran interpretados por mujeres, y me parecían hermosos. Fumaban cigarrillos invisibles, que se adivinaban por la posición de los dedos. Qué hacen tanto tiempo metidos en el auto, nos preguntaba la mamá de mi amiga.
Renault Torino, blanco. Asientos tapizados con cuero, enormes y duros. Era de un vecino. Le gustaba chupar y a veces se ponía un poco agresivo. Fue el que nos reveló que Papá Noel no existía, una tarde en que nos pusimos pesados. Tenía algunos momentos de ternura, como llevarnos a pasear en ese auto.
Citroen Ami 8, rojo. El auto emblema de mi familia. Supermercado, escuela, casa de los abuelos, zapatería Salierno, todo arriba de esa máquina. Una noche me acosté en mi cama y me desperté en ese auto a 80 kiómetros por hora, al lado de un campo de maíz. Si estiraba la mano lo tocaba. Nos íbamos de vacaciones.
Citroen 13v, rojo. El auto de la madre de una amiga. Nos dejaba abrir el techo de lona para ver el cielo.
Marca y modelo desconocidos. Cuando apareció el invento de los remises, estábamos alucinados. Fue el primer remís que tomé. Juntamos monedas entre todos y le pedimos al chofer que nos llevara a dar una vuelta por la ciudad.
Chevrolet Chevy, naranja. Uno de los tantos autos de mi papá mecánico. Nos buscaba en la escuela con ese monstruo, y nos sentíamos en una película, aunque también nos daba vergüenza.
Fiat Europa. Blanco. Otro auto de papá. Padre separado, que salía con sus hijos más chicos. Escuchábamos música de casete (desde ahí me deprimen tanto las canciones de Maná, cantadas a dúo con mi hermana).
Ford Sierra, cremita. Comprado por mi hermano con mucho esfuerzo, su primer auto después de una moto destartalada. Era usado. El día en que lo trajo salimos todos a la vereda. Lo mirábamos como si fuera una limusina. Tocábamos el tapizado usado, apoyábamos las manos en el volante. Fue el auto de nuestra adolescencia. En el invierno mis amigas y yo nos metíamos ahí a sufrir, con la radio de fondo. Hablábamos de nuestras familias, de la escuela, del boliche. En esa época aprendimos otro uso para un auto: meterse en los caminos de campo con dos personas adentro, sus lucecitas como luciérnagas en lo negro. Se apaga el motor, se escuchan respiraciones y los vidrios empiezan a empañarse.
Ford gris, modelo desconocido. El auto en el que me subí una sola vez, en circunstancias poco claras. Era de un tipo, me llevaba como veinte años. Lo frenó en una calle oscura. Me dijo que sentía solo. Solamente me acarició la cara, y un rato después me dejó en mi casa. Nunca más lo vi.