Sigo pegado al padre. Aunque a esta altura mi propio padre se parece, para mí, a una pieza de museo. A mi edad, la de alguien que ya pasó una parte considerable de su vida, el padre pierde bastante efecto, sobre todo si murió hace casi dos décadas. Es cierto que el padre es un fantasma, una ficción interior: uno lo resucita en ciertas circunstancias, repite sus vicios, le recrimina cosas.
Paul Léautaud pintó a su padre en In memoriam. Un padre mujeriego, seductor, temible, actor y apuntador de la Comédie Française. Entre las anécdotas que cuenta Léautaud está la de la rutina que lo obligaba a hacer en cada cumpleaños: bajo amenaza, lo llevaba al teatro y le hacía saludar a todas las actrices; las mujeres le regalaban plata, que terminaba en el bolsillo de su padre. Un día ese padre se volvió “un pobre viejo, ni hermoso ni feo, condenado a permanecer en un sillón estilo rococó”. Y otro día, se enfermó. Léautaud se dedicó a contemplar su decadencia física, como se mira un paisaje o un cuadro: “¿Podré olvidar en mi vida aquella cabeza enorme, tan viva aún y con una tan grande tristeza? (…) A veces, me arrodillaba también junto a la cabecera de la cama, para mirar cómo era de perfil la curiosa mueca que hacía. ¡Qué testimonio de cariño! Había llegado a hacerla yo mismo, esa mueca, y ocho días después de que todo terminase todavía la sorprendía en mi semblante”. En su final, el padre de Léautaud se transforma, como todos los moribundos, en una cosa: “Su cara se había vuelto ya extremadamente amarilla, y estaba tan dura y tan fría… Toqué la frente. Toda la sensación de un objeto de arte”.
A diferencia de Léautaud, no vi morir a mi padre; se murió en un sanatorio, a unas siete cuadras del lugar donde yo estaba comiendo y, tal vez, mirando la televisión. La última charla que tuvimos por teléfono había sido intrascendente: me dijo que ya se sentía bien y me pidió que lo fuera a visitar. No fui. Me imaginé más de una vez esa visita, no hubiera tenido nada de especial. En Los últimos atardeceres sobre la tierra, de Bolaño, B. y su padre viajan a Acapulco, un viaje que no termina tan bien. Una sola vez viajé solo con mi papá. A Buenos Aires, cuando tenía unos quince años. Durante esos días fuimos más de una vez al cine –no había cine en la ciudad en la que nací–, nos reímos con una película espantosa de Eddie Murphy, en una de esas salas mugrientas de Lavalle. A la salida de una función ya era tarde, yo me había quedado dormido y caminaba como un zombi por la peatonal, guiado por la voz de mi papá, que me decía: “vení por acá”, “cuidado”. En ese viaje me enseñó algunas cosas como, por ejemplo, que en las escaleras mecánicas del subte uno tiene que ponerse a la derecha para que la gente apurada pueda pasar por la izquierda. Al igual que el de Léautaud, mi padre también era un poco temible, aunque ese temor se transformó en compasión. Demoré algunos años en aprender que hizo lo que pudo, como todos los padres, o mejor dicho, como todos los humanos.