Charlas

A las nueve y media, el supermercado está lleno de gente que quiere volver a su casa con comida. Para la mayoría, el día está casi terminado. Pan, desodorante, chocolate, un ramo fresco de lechuga: mientras la cajera pasa por la frontera del láser las cosas que seleccioné, charlamos. Primero sobre el clima, un tema de rigor: los dos queremos que vuelva el calorcito –en realidad se lo digo para complacerla, yo odio el calor–. Después me dice: “Mañana es mi día de descanso. Tengo ganas de estar tirada en el medio del campo, comiendo mandarinas”. Lo dice bajo la luz dura de unos fluorescentes, piloteando una caja adornada con maquinitas de afeitar, pilas, curitas, y una registradora que chilla mil veces por día para imprimir un ticket que los clientes van a tirar en cualquier parte.

Las charlas con desconocidos, por lo general breves, son más reveladoras y más brillantes que las que tenemos con conocidos, llenas de familiaridad y costumbre. Como si lo que dijeran los que no conocemos fuera siempre inesperado o nuevo. Julio Ramón Ribeyro habla de la “charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus”.

El otro día me subí a un taxi. Desde la radio salía la voz de uno de los sobrevivientes del famoso vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, que en 1972 transportaba a jugadores de rugby, y que se estrelló en los Andes. Ese hombre cuenta una y otra vez lo que vivió, en radios, en estudios de televisión o en las páginas de revistas dominicales. Ya todos sabemos que los pasajeros que no murieron instantáneamente tuvieron que comerse a los muertos para sobrevivir. El taxista que me llevaba estaba pegado al relato, hasta que me preguntó: “¿A vos qué te parece?” Era una pregunta retórica, quería responderla él: “No me podés negar que en esos momentos hay una fuerza sobrenatural que te ayuda a salir adelante, a pelear”. Sí, pensé, pregúnteselo al que se murió congelado y se lo comieron. Dos cuadras después vi que en el taxímetro que marcaba el precio de mi viaje había un rosario enrollado. Charlo con el hombre de la fábrica de pastas: me pregunta qué descendencia tengo, y dice que los inmigrantes de esta región cogieron todos con todos, y que ahora somos cualquier cosa. Charlo con una viejita en la parada del colectivo: me pide que me quede cerca, porque soy muy alto y se siente más segura. Charlo con un señor en la terminal: me cuenta que le está pagando a su hija, a duras penas, la carrera de arquitectura. Y que siempre le dice lo mismo: no te olvides de pagarme un geriátrico cuando sea viejo.

A veces, en algún momento, la conversación desbarranca. Es cuando uno se da cuenta de que viaja en un taxi con un nazi, o de que la viejita inocente sería capaz de escupir a su interlocutor si supiera algunas cosas de su vida privada. Pero como vamos a separarnos, tal vez para siempre, eso ya no importa.

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