Su nombre ya quedó impreso en la historia argentina. Como el de tantos otros hombres y mujeres que lucharon por saber qué pasó con un familiar víctima de la violencia. Hasta hace unos meses era un hombre que, seguramente, se dedicaba a llevar su vida con tranquilidad, con esa armonía que suele alterarse por los problemas de la cotidianeidad. Sin embargo, desde el 1º de agosto ha sido la cara visible de una pregunta que representaba su dolor, su incertidumbre, su angustia: ¿dónde está Santiago Maldonado? Su hermano menor. Y su consigna se hizo colectiva, fue abrazada de un modo generalizado y propio.
Con sus canas, su barba, sus palabras simples y su rostro triste, Sergio emprendió la misión de cuestionar, de indagar, de exigir, dejándose acompañar por miles de argentinos que vieron en él la imagen del enorme desgarro que significa no saber dónde está un ser querido. Explícitamente, Sergio no dejó de preguntar por Santiago, ese joven lleno de sueños e ilusiones que pagó con su vida el atrevimiento de sumarse a un reclamo que consideró justo y legítimo. Sergio no dejó de buscar a Santiago, el desaparecido. El desaparecido forzado de la democracia.
Fue pocos días antes de las elecciones que se realizarán este domingo cuando Sergio supo que un cuerpo había sido hallado sin vida en el río Chubut. Hasta allí fue, donde permaneció ocho horas junto a ese cadáver para asegurarse que nadie ni nada afectara el curso legal y los procedimientos de rigor. El Estado que no había cuidado a Santiago, que no lo había encontrado, que no le había dado ni una respuesta certera a su familia, era en esa instancia para Sergio un aparato del que no dejaba de desconfiar. Si Sergio no pudo confiar en el Estado es pura y exclusiva responsabilidad de la gestión que detenta el gobierno. ¿Por qué? Porque no ponderó el caso con el criterio de quien debe velar por el bienestar de todos los ciudadanos, cualquiera sea su condición. El Estado descuidó a la víctima, a la familia y le mostró a la sociedad lo que le interesa y lo que no.
Pero no fue sólo eso lo que hizo Sergio. También encabezó una conferencia de prensa en la que les tuvo que pedir a los periodistas, sin muchas vueltas, que si no tenían nada para decir que pusieran música. Estaba pidiendo prudencia y respeto porque aún no se había determinado la identidad del cuerpo. En simultáneo, se podían escuchar una suerte de encuestas telefónicas sobre el hallazgo del cuerpo, su impacto a nivel social y su posible repercusión para el gobierno y el propio acto electoral. La opinión pública por sobre el valor de la vida y la muerte. La obscenidad, la miseria, la falta de escrúpulos, la inmoralidad rodaron sin la más mínima compasión en horas críticas y sensibles.
Cuando Sergio reconoció los tatuajes de Santiago, se enfrentó a las cámaras de televisión y confirmó que el desaparecido, hallado muerto después de 80 días, era su hermano. En medio de la vorágine y las ansias por fabricar titulares que caracterizan a los medios de comunicación, pocas horas después Sergio desmintió tajantemente al ministro de Justicia de la Nación, Germán Garavano, y se enfrentó con decisión y contundencia al presidente de la Nación, Mauricio Macri. “Quiero desmentir lo que dijo Germán Garavano porque no habló conmigo por teléfono. Me estuvo llamando. No lo atendí porque estoy muy triste y dolido. Solamente le respondí un mensaje. Me parece muy bajo estar en campaña política y decir que habló conmigo cuando no habló, al igual que Mauricio Macri. Me parece un hipócrita, muy bajo de su parte llamar a mi vieja, desde un número privado, diciendo que se solidariza agarrándola en un estado cuando mi vieja no está emocionalmente para atender un llamado. Me parece que son muy perversos. Me parece muy bajo. Hay un límite para todo”. Esas fueron las palabras de Sergio mientras lo único que quería era llorar a su hermano muerto, atravesar su duelo.
La muerte de Santiago es el hecho político más significativo para la democracia de los últimos años, entre otras cosas, porque puso en evidencia –ni más ni menos– que una persona puede desaparecer y el Estado no brindar ni la más mínima explicación. El rostro de Sergio es el de un hombre como cualquier otro que, cierto día, debió enfrentar a ese Estado impiadoso e ineficaz. Sergio Maldonado es el nombre de quien hoy le dice a su hermano muerto: “Donde quieras que estés, seguí siendo Santiago. Que nada te detenga, que sigas tu camino”. Sergio también emprendió un camino y tampoco se detendrá. Le resta saber en qué circunstancias desapareció y cómo murió. Su misión compromete y comprende a toda la ciudadanía argentina. Que Sergio no se quede solo.