La elección marca el camino de 2018: el modelo recrudecerá. Un sujeto político quedó con su herramienta electoral rota. Cambiemos es hegemonía, pero tendrá que mostrar bastante más que destreza para el ajuste.
Fue la noche de los peones. Cambiemos guardó buena parte de sus figuras principales, sacó a pasear promotores de la marca y con eso le alcanzó para derrotar a todos y a Cristina. Pocos peronistas de aparato zafaron, los provinciales peronistas gatopardo fueron los que peor la pasaron, la victoria amarilla en provincia de Buenos Aires es la de resonancia histórica. El kirchnerismo ahora vive más en sus votantes que en su herramienta electoral. Ese saldo cultural no es menor después de los 12 años del pasado y es una diferencia respecto de cómo se hacía oposición al modelo financiero en los 90: al menos hay una experiencia concreta sobre cómo se puede hacer otro tipo de capitalismo y no un mero sueño frepasista.
Pero un votante con su herramienta electoral rota pierde aglutinamiento, más si la hegemonía –Cambiemos ya lo es– endurece su política judicial hacia el núcleo duro de la oposición. Si en el pasado se hablaba de látigo y chequera, con el macrismo hay más contundencia y eficacia gracias a las puras debilidades de los apretados: Tribunales y chequera sería la nueva lógica. Los medios gubernamentales y los jueces afines van a estar mucho, muchísimo más activos que en los dos primeros años de gobierno. El sayo de la corrupción quedará adherido al kirchnerismo, extendiéndose al resto del peronismo. Quien levante la cabeza o pretenda hacerlo, tendrá que desfilar por Tribunales. Azuzados están los gordos de la CGT, totalmente abocados a su primer mandato, defender su propio culo negociando la flexibilización laboral como se debe, por debajo de la mesa, sin debate público y, por supuesto, sin resistencia. Una vez más el poder sindical entrega a sus representados bajo la excusa de lograr una mejor negociación cuando, en verdad, se están cuidado de no terminar en cana.
Ni larga marcha por el desierto, ni autocrítica, ni nada. El peronismo se va a provincializar. Cada derrotado en cada provincia mira con espanto el 2019 con un horizonte que se limita a su propio terreno: una cosa es perder la Nación, otra cosa es quedarse sin laburo y sin medios para reproducir ese laburo. Mientras tanto, Cambiemos reordenará toda su fuerza presupuestaria para comerse el electorado de mayor peso: el conurbano o, con la sinécdoque que usamos los provincianos, La Matanza.
Sin partido nacional, sin columna sindical activa, con la principal herramienta electoral quebrada y frente a un ataque judicial directo, el peronismo enfrenta su hora más complicada desde el retorno de la democracia. Cabe, de todos modos, una indicación. Una oposición es también un contrapeso y una necesidad para quien domina. ¿Quién dará marco y cauce a las jaurías cuando pegue el ajuste en 2018?
Invierno y Mundial
El gobierno va a encarar el tramo de reformas por las que se hizo del poder. Sus objetivos más duros se revelarán finalmente, aunque de a poco. Creer que la flexibilización laboral se resumirá a los acuerdos sectoriales que entreguen los gordos es no entender la mecánica del avance sobre los derechos de los trabajadores. La transformación de las leyes sobre el trabajo pocas veces viene a crear nuevas realidades, lo que se hace es pasar a la letra lo que ya existe. Recién cuando el gobierno le rompa el espinazo sindical a algunas de las ramas principales de la economía, la nueva realidad se va a transformar en ley para el resto.
Lo mismo sucederá con la reforma previsional: se puede esperar un largo tiempo de depreciación de los salarios de jubilados y perceptores de la AUH, hasta que se diga que “la cosa no va más”. Y se perpetúe el desguace en una ley.
En lugar de salir del déficit fiscal por arriba –estimulando el consumo y la producción– es sabido que el gobierno va a salir por abajo, ajustando. El sinceramiento asciende a su etapa superior, el ordenamiento final de la economía, que incluye también a las provincias. El problema, está claro, no es ni de lejos el déficit fiscal. Es insólito encontrar un país que no esté en rojo. El problema es la función del Estado, que se define por cómo es abordado el déficit. Cuando se sale del déficit por arriba es porque no se quiere achicar el Estado, sino extender la regulación pública. Cuando se sale por abajo es porque se quiere retirar al Estado de la regulación, circunscribiéndolo al mero gobierno de contención de los pobres: policía y planes sociales. Cuando hay elecciones, los gobiernos que salen por abajo vuelcan el buen lote de oro sobre la población –la megapavimentación nacional de este año– y el déficit queda igual o se ensancha.
¿Qué eran las manzaneras de Duhalde, los planes Trabajar, la descentralización de la ayuda social, la aparición masiva de los punteros? Se pensaba en los 90: sólo un peronismo en el Ejecutivo puede desarrollar un gobierno neoliberal porque tiene armadas la redes clientelares de contención. Hoy se nota cómo también se puede prescindir del peronismo para eso. El lavado de cara que se da el gobierno cuando reafirma su sensibilidad bajo el lema “somos los que más gasto social hicimos en la historia” muestra cómo esa faceta va volviendo de a poco a sus viejas características. Macri presenta como obra de gobierno la apertura de un comedor comunitario. De un saque: cuando el trabajo pierde su peso, los planes sociales ganan el suyo. Son la prueba de la precarización del mercado laboral.
La bola financiera que el gobierno creó para el año que viene pende del hilo de la estabilidad internacional. Si las condiciones externas se mantienen, el endeudamiento crecerá a niveles monstruosos. Nunca en la historia argentina hubo un proceso más acelerado de hipoteca, que además es doble: la deuda externa se va a duplicar en muy pocos meses, respecto de diciembre de 2015, mientras que la deuda en pesos del Banco Central, las Lebacs, se multiplicó cinco veces y ya equivale al total de las reservas o al total del circulante. Esas letras, que pagan intereses astronómicos todos los días, se expenden con el sólo objetivo de planchar el precio del dólar para así reprimir la inflación. El primer objetivo se logra, el segundo no, la burbuja de las Lebacs va a seguir creciendo mientras los exportadores pierden competitividad y los importadores la ganan. Un combo perfecto para perpetuar el déficit comercial, que también es el más alto de la historia, y para alentar al capital financiero sobre el productivo. En 2016, por cada dólar que venía de afuera para producir llegaban 0,76 centavos de dólar para a timba. En 2017, por cada dólar de afuera para inversión real llegan 4,05 para la chupada de sangre financiera. Ese es el modelo de la lluvia de inversiones, el negocio principal de nuestro tiempo, la renta agraria y la financiera, la razón por la que tenemos que volver hablar de colonialismo, corazón.
Cambiemos ganó con una primaverita económica que deja a la población por debajo de los niveles de 2015, siempre contemplando cifras oficiales. En un nivel más directo, los consumos populares, la carne, la leche, los puchos, siguen por el suelo. Desde ese punto de partida llegarán los sablazos de 2018.
Darle un tiempo
Basta sumar los votos a Menem y López Murphy en el 2003 (un 40% del electorado) para ver que el voto neoliberal no cede ni siquiera en el cataclismo. Además, una muy fuerte emoción antiperonista enhebra al núcleo duro de los votantes de Cambiemos. En un radio más ampliado, está el repudio a la corrupción, sobre el que los medios gubernamentales operan machacando a unos y resguardando a otros.
Cuando candidato, Mauricio Macri lanzó decenas de promesas imposibles, que rompió en nombre de una pesada herencia cuya dimensión le era desconocida. Sólo cumplió a rajatabla con dos cosas: por decreto bajó la ley de medios y el primer día quitó retenciones. El mapa de votos en 2017 es la acabada expresión de esas dos medidas: arrasó otra vez en la mancha agropecuaria y ganó bien en las ciudades grandes, el resto –con menos cereales y fierros comunicacionales– es todo de la oposición.
El repiqueteo sobre la pesada herencia seguirá, ahora como fantasma de un pasado al que no hay que volver. El gobierno pidió que confiemos y avancemos, la clave son los votantes que le “están dando un tiempo” a Macri. Dar un tiempo es, inmediatamente, poner un plazo.
El neoliberalismo refrendó en 1993 su triunfo de 1991 porque la Convertibilidad volvió a la hiperinflación de cuatro cifras una cosa del pasado. En esos dos años hubo un enorme logro para mostrar. La modernización –así se le decía al combo de privatizaciones e importaciones– también era un hecho novedoso y sin precedente. No es una pavada esperar un teléfono público dos años y que el privado te lo instale en menos de un mes.
¿Qué va a poder mostrar el gobierno en 2019, después de un 2018 que ya arrancó el lunes 23 de octubre con la suba de las naftas? ¿Cuál su milagrosa Convertibilidad? ¿Cuál es su Yacyretá a terminar, su puente a iniciar, su universidad por abrir? Lo que peca de inocencia, o idiotez, es pensar otra vez que el macrismo no tiene ya una respuesta pensada para esas preguntas.