Entre las góndolas de un minimercado escucho el reclamo de una mujer. Se queja con el verdulero porque, asegura, le vendió verduras podridas a su marido. No sé quién es su marido, responde el hombre, con un tono que en realidad dice: “veo muchas caras por día como para acordarme de la de su marido, estoy clavado en esta verdulería cuando en realidad me gustaría vivir en el fondo del mar, como la sirenita”. La mujer se vuelve gentil y termina comprando unos tomates. Me acerco a la caja y la veo, aunque en realidad veo un detalle: tiene los pelos de la parte posterior de la cabeza aplastados. De frente su peinado es correcto, pero desde atrás parece que le abollaron el cráneo con un bate. Ese detalle me hace viajar en el tiempo. Cuando iba a la primaria tenía una maestra de lengua que siempre estaba arreglada, se pintaba mucho. Los días de lluvia llevaba un paraguas sofisticado que me parecía una reliquia, una pieza de museo. Era la señorita Ana María. La pobre no se daba cuenta de que su fachada se venía abajo cuando se daba vuelta. Se arreglaba en el espejo del baño, temprano, todavía medio dormida, y nunca se daba vuelta para comprobar la mitad trasera de su cuerpo. Yo no era el único que lo notaba, mis compañeros también se reían del peinado fallido. Me acuerdo de otra cosa de Ana María: siempre nos decía que cada noche, en la oscuridad de nuestras camas, teníamos que hacer un balance de todo lo bueno y lo malo que habíamos hecho durante el día, para poder dormirnos en paz. Cuantos de nosotros nos habremos dormido llenos de culpa por los resultados de ese ejercicio diario. Ana María era una agente encubierta, aunque nada encubierta, del cristianismo.
La fuerza de los detalles es increíble. Dicen demasiado. Son un modo de conocimiento, pero también son la forma primordial del recuerdo. Uno no recuerda hechos en el tiempo, no recuerda duración; a lo sumo recuerda gifs, instantáneas, capturas. En un tomo de su monumental De la misma llama, Darío Cantón vuelve a su infancia. Y recuerda detalles, como “el chillido penetrante, desesperado de los lechones a punto de ser sacrificados”. Al repasar los accidentes de sus parientes, recuerda el de su tío Juan, que trabajaba en la panadería familiar y al que tuvieron que amputarle un brazo por meterlo en una de las máquinas. Cantón recuerda sólo un detalle: “haberlo visto, poco después del accidente, ingeniándoselas, todavía algo torpemente, para encender un fósforo con una sola mano”.
En algunos detalles se concentra un lapso de vida. El fin de semana estuve en casa de unas amigas que son como mis hermanas. Comí, dormí, crecí en esa casa. Cuando entré al baño, las paredes me recibieron con un pequeño shock: azulejos blancos, florecitas azules y verdes. Ya los había olvidado, pero ahí estaban otra vez. Acerqué el ojo y nos vi a todos en miniatura: nosotros, nuestros padres, los juguetes, las mascotas, los muebles que desaparecieron, todo metido en unas florcitas pintadas.