Una interpelación sobre la fractura del movimiento de Derechos Humanos de Santa Fe.
El crujido de una suela de zapato, la respiración, una tos baja, los murmullos, el zumbido de las luces. Sólo ellos escucharon los ruidos mortales comunes hiriendo el imperio de silencio de una fosa común, el abismo de su hueco abierto. Sólo ellos evocaron todos los recuerdos que hay en unos preciosos queridos y anhelados huesitos, sólo ellos saben su significado inexpresable. Sólo ellos pesaron cada palabra de un veredicto en el pecho. Sólo ellos entienden la mirada de una abuela que encuentra el rostro de hija o su hijo en la cara de su nieta o nieto, atravesando 10, 20, 30 años de muerte. Como ellos, nadie penó la intemperie de la convicción, cuando apenas unas decenas de personas los acompañaban en las plazas de los 90, mientras los asesinos paseaban su libertad de indultados.
La acción de los hombres y mujeres que militan en organismos de Derechos Humanos es incomparable con la de cualquier otro agrupamiento político. En su origen no está el tumulto de una asamblea, la memoria de un líder, un acervo tradicional de familia. El movimiento de Derechos Humanos nació por la violencia de Estado y sobre ese desgarramiento –que vive en cada organismo y que pulsa en la mayoría de sus integrantes– operó todas sus vendas, sus cicatrizaciones, sus curas. Los hombres y mujeres del movimiento de Derechos Humanos son inseparables de nuestro orden político y su curación fue también la curación de nuestras instituciones. Construyeron un credo laico –la fe en la justicia, la fe en la democracia, la fe en la plaza– y una práctica que deja de lado el rencor, la venganza, el arrebato. Son estoicos hasta la exasperación, a veces hasta la arrogancia, pero su tarea, resultado y herencia histórica es incomparable con la de cualquier otro movimiento político y social posterior a 1983.
Desde ese respeto general y con el aprecio y la admiración particular a cada uno de sus dirigentes, cada vez más adherentes se hacen una sola pregunta: ¿por qué en Santa Fe se reitera la división y la doble convocatoria en marchas y actos? Aquí reformularemos: ¿a quién le sirve?
La ruptura
Entre 2009 y 2011, no antes, las marchas de los 24 de marzo en Santa Fe cambiaron, el kirchnerismo dejó de ser blanco de críticas directas y pasó a ser fuertemente reconocido por lo que fueron sus excepcionales –por inéditas y por contundentes– políticas en materia de memoria, verdad y justicia: desde las bajadas de cuadros en el Colegio Militar hasta el acto en la Esma, pasando por los innumerables juicios a los represores, la restitución de nietos o la incorporación del genocidio a los contenidos educativos. La ponderación más exacta la dio Jorge Rafael Videla: “Nuestro peor momento llegó con los Kirchner”, sentenció desde su celda a comienzos de 2013, en su última entrevista.
En ese proceso, el peronismo hizo su irrupción –su presencia desde el 83 había sido nula, mínima o muy marginal y con cabeza gacha– y, lentamente, las banderas del radicalismo, sobre todo las estudiantiles, comenzaron a ralear hasta abandonar la plaza del Soldado, la de Mayo o las puertas del Tribunal Oral Federal. Los principales organismos de Derechos Humanos –por cantidad de víctimas agrupadas, por empecinamiento, por participación en el trabajo diario de los procesos judiciales– se dividieron entre aquellos que abogaron por el giro kirchnerista y aquellos que fortalecieron sus posiciones en línea con las de los partidos de izquierda.
Esa ruptura tuvo sus consecuencias políticas y personales, que fueron escalando con el paso del tiempo y con los achaques mutuos desde cada lado. Diferentes lecturas de la realidad se superpusieron con errores y aciertos, incoherencias y firmezas de rigor, aunque nunca estuvo en peligro el reconocimiento general, público y recíproco. Casi siempre los trapitos se lavaron en casa.
Troscos y peronchos, se habrán dicho en la privada. Amigos de la Sociedad Rural y lamebotas de Milani, se habrán tirado seguidores en situaciones de ardor más abierto. Culpables del triunfo de Macri, se dicen mutuamente y al unísono. Utilizando las pobres herramientas de interpretación más habituales, cada sector le fue “funcional” a distintas cuestiones que, para cada sector, son imperdonables. Cada sector omitió virtudes de los otros, cada sector exacerbó defectos.
En tanto fuerza gobernante, el kirchnerismo fue el eje de la discusión, responsable de avances positivos, continuidades vergonzosas y, también, retrocesos lamentables. Desde el llano, la izquierda tuvo mayor soltura para lanzar sus dardos, aunque demasiadas veces haya pecado en el ninguneo, el desprecio o la subestimación. Con mayor abrigo oficial –aunque no se haya trasladado demasiado de eso a nuestra provincia– los movimientos más cercanos al kirchnerismo ponderaron con equilibrio aquellos logros que jamás se hubieran concretado sin una política de Estado, pero desestimaron las críticas –y los críticos– que hoy cobran su justa relevancia. Baste nombrar las represiones contra los pueblos originarios y la intromisión de Gendarmería en la seguridad y la inteligencia interior.
El presente
Las divisiones y los conflictos no deben afligir, ni deben ser minimizados. Al contrario, los conflictos han de ser celebrados cuando sirven al desarrollo dinámico de la sociedad. Es el movimiento del conflicto el que abre caminos para disolver los problemas que la política se plantea como horizonte. Luego, el nudo a enfrentar no está en las razones del conflicto, sus causas, las agachadas, las heridas, la cosita chica del quién hizo qué a quién. Ese debate no tiene fin. La cuestión es qué problema hoy quiere afrontar el movimiento de Derechos Humanos, cuál es la tarea que quiere atribuirse, adónde quiere apuntar, qué busca resolver. Si el objetivo del conflicto es ganar la razón en retrospectiva –un punto que se puede atribuir tanto a la izquierda como al kirchnerismo–, estamos ante una debilidad gravísima. Estamos discutiendo en otro tiempo.
El conflicto, hasta 2015, fortaleció argumentos y críticas que hoy, casi dos años después, pueden revisarse bajo otro enfoque: el que impone el presente. No se trata de olvidar, se trata de enfocar de otro modo. Aquello que se rotulaba como cooptación de los organismos por el Estado cobra hoy otro sentido y relevancia, ante el pisoteo continuo y oficial del movimiento de Derechos Humanos en su conjunto: el 24 de marzo los diputados del gobierno se fotografiaron a pura risa con carteles que decían “curro”. A su vez, el desdén con el que se consideraban las represiones en Formosa y el crecimiento exponencial de los casos de gatillo fácil –la violencia clasista de Estado– durante los últimos 15 años largos hoy puede ponerse en un plano superior.
Porque los matanegros están en plena formación de un nuevo orden social. Pasaron de un hervor lento de rencor a explotar durante los paros policiales y los linchamientos y a encontrar su realización en el nuevo Estado policial vigente. Siempre se sintieron estafados y expulsados del orden democrático de 1983, reivindican que Prefectura pida documentos en la peatonal, que los docentes sean apaleados en plena plaza de Mayo, que los mapuches sean corridos a balazos. Ven allí reacciones del Estado ante “los violentos”, pero el matanegro se sabe fuera de la ley –cree que es el amparo de su enemigo– y se concibe fuera de toda moral institucional concreta –la considera desprendida de la realidad, falsa. Por eso es la repulsa a lo que se llama “garantismo”, esa es la ridiculización a “los derechos humanos”.
La violencia matanegro es una violencia constituyente que está trazando nuevas reglas de funcionamiento institucional distintas a las de 1983. La República puede convivir –casi diría: busca hacerlo– con un estado de excepción reglado. ¿Está claro que la implantación de una nueva hegemonía es siempre la regulación de una nueva forma de violencia de Estado?
La unidad perdida del movimiento de Derechos Humanos estructuró parte de las bases de nuestra democracia. Hoy esas bases están siendo arrasadas. Mientras tanto, al menos en nuestra ciudad, se cuentan cuitas y se plantan trampas y zancadillas entre las dirigencias, mientras en las movilizaciones y las plazas una buena mayoría de los asistentes no encuentran mayor sentido en la división. Son los objetivos comunes –arriesgo: compartidos– del presente los que muestran la dirección para resolver los conflictos y resquemores del pasado.
Los que apoyamos al movimiento de Derechos Humanos bien podemos soportar que unos y otros se critiquen hasta en la plaza misma, no somos infantes, pero ya no se entiende demasiado que en este escenario cada sector camine por su lado. El tiempo, la historia, se acelera y sólo estando a la altura del desafío de la unidad se puede atravesar este desierto.