Un día de esta semana salí a la puerta de mi casa y vi la luz. Claro, pensé, ya es la época. Me paré en el cordón y miré el túnel que forman cuando se tocan los árboles plantados en las veredas opuestas (ese techo verde de la calle es uno de mis recuerdos más perfectos: avanzó en bicicleta por las calles y levantó la cabeza para mirarlo). La luz estaba entre las hojas, y también al fondo de la calle, venía desde los barrios del oeste como una avalancha. No es cualquier luz, es más profunda. Es esa luz que, como escribe Calveyra, aparece “en los aledaños de septiembre, vagabunda al acecho de flores, tozuda, buscando encarnar en árboles, encontrarse con la luz que le dejaba un pájaro, una rama empapándose en el río, otorgándose prerrogativas como abalanzarse sobre cuanta cosa se le pusiera al paso…”. Es curioso pensar que el aumento o la disminución de la luz, un fenómeno físico cuya razón ya conocemos, es el origen de nuestra concepción cíclica del tiempo y de la vida.
En los dos primeros versos de un poema de Juan L. Ortiz encuentro la fórmula que sintetiza lo que vi: “El mundo es un pensamiento/ realizado de la luz”. Juan L. es uno de los poetas que más escribió sobre la luz. Decenas de poemas dedicados a las tardes, a la luz de cada una de las estaciones, al resplandor que cae sobre las calles, las casas, el río. En esos poemas, la luz es algo demasiado bello, pero por eso mismo es otra cosa: el indicio de lo terrible que no se ve pero está del otro lado, como si en la belleza ya estuviera su ruina. En “Estas primeras tardes”, Ortiz le habla a sus “compañeros” para explicarles por qué las primeras tardes de la primavera lo entristecen. En “La tarde de verano”, el “momento dorado” lo lleva a pensar en aquellos que viven “entre un agudo mundo de puñales”. Esto es tan bello, dice Ortiz, pero… y ahí el poema se enturbia.
Pienso también en la otra luz, la eléctrica, la que está ahora sobre mi cabeza. Pariente moderna de la luz natural, tiene una historia diferente. Pienso en la costumbre de dejar luces prendidas toda la noche en nuestras casas, para protegernos. Donde hay luz hay alguien vivo. Creo que estamos demasiado acostumbrados a la luz. En un pasaje de su diario, Kafka se tira en el sillón de su pieza, con la luz apagada, y observa el aspecto de las cosas en la oscuridad. Desde la calle entran otras luces, y Kafka anota: “cuando instalaron los faroles de arco voltaico abajo y cuando fue amueblada esta habitación, no hubo ninguna ama de casa que tuviese en cuenta el aspecto que tendría mi habitación a esta hora, desde el canapé y sin encender la luz”. Cuando era chico y se cortaba la luz en las casas, lo primero que hacíamos era salir a la calle, padres e hijos a la vereda. Los vecinos también estaban ahí, nos hablábamos sin vernos las caras. Queríamos saber si los otros tenían luz, pero también nos quedábamos parados ahí. Las cosas eran tan diferentes en la oscuridad, era como si viéramos todo por primera vez, aunque no veíamos nada.