“La memoria, donde se la toque, duele”, murmura Seferis con sólo una flauta de caña entre las manos, en una noche donde la luna estaba en menguante. La flauta se la había regalado un viejo pastor porque él lo había saludado con un buenos días. Y luego dice:
“… y nuevamente murmuré: un día, al alba,
la resurrección vendrá;
el rocío de esa mañana centelleará como centellean los árboles en la primavera.
Y otra vez será el mar… Y todavía Afrodita surgirá de las olas…”
(Es el poema donde está ese verso maravilloso: “El dolor es un cadáver como Patroclo y ya nadie se deja embaucar”).
Pero a esto lo estoy pensando hoy. Hace una semana, no. Hace una semana estaba tomando un café y no era de noche. Era una tarde donde los árboles centelleaban, porque es apenas octubre, y la luz parecía brotar desde las casas y el asfalto, amable y acogedora. Apropiada para una conversación con un amigo, en una mesita de la calle del bar de Bulevar y San Jerónimo.
Practicábamos el deporte que juega la mitad del país: quejarnos del macrismo.
Mi amigo, Julio, había sido un alumno mío, que siempre recordaba con ternura porque en un examen, con otro compañero, montaron un fragmento de Shakespeare, trabajo bastante inaudito por aquellos días. De vez en cuando nos vemos, y siempre es agradable.
Y por ahí advierto que a mi izquierda estaba parado un tipo. Alto, cerca de 1,80, vestido con una camisa verde oliva y unos jeans, los puños apretados a los lados de la cintura. Yo no lo conocía, pero él me sonreía, como emocionado. Y va y dice:
—¿No te acordás de mí, Angélica?
Nadie en el mundo me dice ni Angélica ni María Angélica, salvo mi padre cuando se enojaba conmigo. (En esos momentos, me degradaba desde el cariñoso “Mari” a mi nombre completo, cosa que me distanciaba y me dolía).
Le digo no, repito no, insisto con que no. Pero como era una sonrisa de esperanza y casi alegría, lo invito a sentarse para que me cuente de dónde parecía conocerme tanto.
No es raro que yo no recuerde a las personas. (Una vez, en un colectivo, pasé mucha vergüenza cuando le dije a una chica que me había saludado: Perdón, de dónde te conozco. Y me contestó, abochornada: Cada vez que me ves me preguntás lo mismo).
Se sentó y dijo que una noche él estaba soportando una lluvia terrible en la calle y que yo salí de ese mismo bar y lo invité con un café y que después lo invité a dormir en mi casa.
—Por eso nunca te olvidé.
Mientras Julio se echaba para atrás y se reía, yo rasguñaba en mi memoria. El recuerdo se hizo esquivo hasta que por ahí me acordé. Pero no de los hechos que él relataba, sino de la bronca de mis compañeras de casa, que, al otro día, protestaban: ¿Quién es ese vagabundo que duerme en el suelo?
Era un artesano. Lo sigue siendo, puesto que contó que hace juguetes de madera. Yo no podía entender cómo me había reconocido, más de cuarenta años después. Y menos entendí cuando me dijo que yo estaba igual.
No era de noche pero yo tenía una flauta de caña en las manos.
(Un rato después, cuando yo intentaba cruzar bulevar para tomar un taxi, el tipo se acercó en una bici, me preguntó adónde iba, y me dijo que yo tendría que adelgazar unos 40 kg. No todo lo hermoso es perfecto).