¿Qué diferencia hay entre la imagen de Marilyn Monroe atajando el vuelo de su vestido blanco de las brisas del subte, y la de Lisbeth Salander golpeando la puerta de su abogado en su tercera visita? Marilyn junta las rodillas e inclina la cabeza con una sonrisa, expuesta a todas las miradas de la ciudad. Lisbeth, con el cuerpo casi encogido, aprieta un arma en el bolsillo de su campera de cuero negro, en la intimidad de una casa de departamentos. Y, en el medio, la majestuosa Gillian Anderson en The fall, con esas blusas claras de seda o de organza, más dura que el mismísimo Philip Marlowe.
La ropa, para bien o para mal: la seda, la organza y el encaje están hechos para las mujeres, en volados, bordados, estampados, transparencias. Los hombres sólo admiten que cambie el largo o el ancho de las solapas del saco, del saco mismo, el cuello picudo o redondeado de las camisas y pará de contar.
Hay excepciones, claro. Hay cantantes muy emperifollados, o mujeres como Frances Mcdormand en Fargo, con camperas de plástico informes, pero que resisten el frío.
Lo cierto es que la literatura y el cine han puesto de moda a las mujeres. Y muy pocas con el glamour y la frivolidad alegre de las chicas de Sex and the city. Está la elegancia severa de la abogada en The good wife; el aplomo y gracia de la lesbiana de Last tango in Halifax. Están las señoras de más de 60 en Grace and Frankie y la púber de Anne with an “e”.
Y los grupos de mujeres “del pueblo”, trabajadoras despreocupadas por su aspecto porque tienen entre manos asuntos serios: las mujeres de Bletchley Park, Call the midwife, Las chicas del cable. Y las guerreras: las que luchan por el voto de las mujeres en Sufragistas, que transcurre en Inglaterra; las que pelean por igualdad de salarios en Made in Dagenham, que transcurre en 1968 y que paralizó a Ford. Y El ángel del guetto de Varsovia, sobre Irena Sendler, quien salvó a 2.500 niños a quienes sacó de mil maneras increíbles de ese infierno.
Pero hay menos diferencias entre las chicas de Sex and the city y Lisbeth que entre ellas y M. Bovary y A. Karenina. Para Flaubert y Tolstoi podés transgredir las convenciones hasta por ahí nomás. Tu destino va a ser la muerte. Lisbeth va a atravesar con toda su fragilidad física y su espíritu de hierro todas las espesuras y las maldades que el patriarcado ha pensado para cortar el paso de las mujeres, y va a terminar siendo tan libre y millonaria como cualquiera puede desear.
Es que Sieg Larsson amaba a las mujeres y nos dio un personaje que da la talla para las que vendrán después.
Dirá Žižek que “el capitalismo contemporáneo inventó su propia imagen ideal de mujer que representa el poder administrativo frío pero con un rostro humano”, y cita a Badiou que dice que en el universo ideológico de hoy los hombres son adolescentes lúdicos, ilegales, mientras que las mujeres aparecen como duras, maduras, serias, legales y punitivas. Las mujeres no son llamadas hoy por la ideología gobernante a ser subordinadas, son llamadas –solicitadas, esperadas– para ser juezas, administradoras, ministras, CEOs, maestras, policías y soldados… Una nueva figura de la feminidad está surgiendo: un competidor agente del poder frío, seductor y manipulador, que atestigua a la paradoja de que “bajo las condiciones que fija el capitalismo las mujeres pueden hacerlo mejor que los hombres”.
Que me perdonen tanto Žižek como Badiou, citado por el primero, pero a mí me parece que estos lugares que hoy vamos ocupando las mujeres en el mundo se debe exclusivamente que a esos lugares no nos lo da graciosamente el capitalismo (y no veo dónde está la paradoja): los vamos ganando lentamente con movilizaciones y luchas constantes, nosotras mismas y desde hace mucho tiempo, centímetro a centímetro. Y ésta es una verdad pura y dura.
De las mujeres reales de Argentina no voy a decir mucho, porque con las Madres tenemos de sobra.