Anoche los vi por primera vez, salía del kiosco y cayeron en la vereda como del cielo. El pibe era rubio con mechas desflecadas, la chica tenía la cabeza rapada. Los dos llevaban ropa negra, muy gastada, casi harapienta, con girones de tela que flameaban en el viento. Otros dos o más se quedaron en el árbol.
Crucé la calle y me quedé en la esquina, espiando. Compraron una cajita de vino y un par de cosas más que no alcancé a ver. Saltaron hasta la primera rama y en pocos segundos se perdieron en los techos.
En el barrio les dicen los murciélagos, porque salen de noche, andan en distintos grupos de entre diez y quince. Aunque son más bien silenciosos, se los escucha saltar entre los techos y de rama en rama. Casi todas las manzanas están unidas por sogas que, puestas de a dos, como puentes, cruzan las calles, generalmente atadas de un árbol a otro, o a una reja o poste. Una vez que suben casi no vuelven a tocar el piso. Pueden desplazarse muy rápido.
Siempre me pregunto si viven todos juntos o se van reuniendo en la noche. A veces me los imagino a todos en alguna de las casonas, durmiendo amontonados en un piso lleno de colchones mugrientos y con todas las aberturas tapadas con trapos. Roban solo lo necesario, comida o plata, no son violentos y ante cualquier inconveniente prefieren huir.
Hace unos meses uno murió, dicen que calculó mal un salto difícil, aunque otros dicen, en voz más baja, que le pegaron un tiro. Lo cierto es que al día siguiente dos casas y un auto se prendieron fuego y por una semana nadie escuchó a los murciélagos ni vio sus sombras atravesar la noche por el aire.
Ayer no sé qué me pasó, pero apenas desaparecieron los seguí. Me costó mucho subir al árbol, amontoné unos cajones de madera que estaban en la puerta del kiosco, alcancé la primera rama y después, casi temblando, empecé a trepar. Pasar del árbol al techo fue más fácil de lo que esperaba. Una vez arriba avancé bastante y sin dificultad, aunque dos veces tuve que bajar, atravesar patios y volver a subir. Recuerdo solo fragmentos, como un sueño. Casi en la esquina opuesta a la que habíamos subido, los vi. Me acerqué despacio. Estaban en una terraza, cocinando dos gatos. Pude ver los pellejos prolijamente colgados en la soga de la ropa. Me vieron y siguieron con lo suyo como si nada, me quedé quieto. Después uno me hizo una seña con el brazo, invitandomé. Entonces salí corriendo y volví a encerrarme en esta casa de mierda que se me cae a pedazos, con una seca mezcla de asco, bronca y hambre.