Por Juanjo Conti
Estaba en mi pueblo. Volvía a pie del almacén cargando una bolsa con cuatro botellas de agua y otras compras. Hacía treinta y dos grados, pero la sensación térmica pisaba los cuarenta.
Transpiraba, acalorado, y cada cinco pasos me cambiaba de mano la bolsa porque el peso de las botellas me dejaba una línea roja en la palma. Entonces las vi.
Dos niñas, agachadas junto a una canilla en el patio delantero de una casa, me miraban y se reían con alevosa maldad.
No habrán tenido más de siete u ocho años, y una sostenía bajo el pico una bombucha roja que empezó a llenarse cuando la otra, con su mano de muñeca, abrió la canilla.
Esa era una característica del verano en el pueblo. En todos los kioscos se podía comprar un paquete con cien bombuchas por un par de billetes. Cien globitos de colores (rojo, verde, amarillo y azul) que uno inflaba con agua para tirarle a algún transeúnte desprevenido. Si no te alcanzaba la plata, podías comprar bombuchas sueltas. Y había distintas tácticas de guerra. Por ejemplo, uno podía contar con un fuentón con agua y depositar ahí las bombuchas infladas para luego trasladarse a un punto de acción más estratégico (la esquina) desde donde efectuar el bombardeo. Podía inflar mucho la bombucha, de modo que su forma pase de la convencional de pera a la de una berenjena y así empapar más a la víctima. O, si de una guerra entre bandas se trataba, podía inflarlas poco y dejarles aire para que “no revienten” y “duelan más”. Durante el verano, era común ver en los picos de las canillas de los frentes de las casas infinitos anillos de colores, resultado de las muchas veces que alguien, llevado por la tentación, había inflado uno de estos globitos más de lo que las leyes de la física permitían.
Cuando cada una de las niñas tuvo su bombucha en la mano, se acercaron tanto como su cautela se los permitió y, adoptando la actitud de un lanzador de jabalina, me apuntaron. Yo, que vi con buenos ojos la oportunidad de refrescarme, hice la mímica de que escapaba desesperado: moví los pies en el lugar mientras sacudía mi mano libre y sacaba la lengua.
¡SPLASH! La primera bombucha me dio de lleno en la espalda con la sorpresa del hijo que, aún sabiéndose culpable, espera que el cintazo del padre no se concrete.
La segunda reventó en el suelo y me mojó los pies. Oí sus risitas de satisfacción detrás de mí y me dispuse a seguir caminando cuando lo noté. Tras los tapiales de las casas de esa cuadra, ninguno de más de medio metro, empezaron a asomar más niñas. Todas con la misma mirada y todas con bombuchas en la mano.
Una lluvia roja, verde, amarilla y azul me persiguió mientras doblaba en la esquina a toda velocidad. Una vez que me creí a salvo, aminoré la marcha y volví al ritmo de mi caminata. Había alcanzado la mitad de la cuadra y estaba a tres casas de la mía, cuando me volteé a mirar. Surcando el aire y describiendo una parábola perfecta, una bombucha amarilla se dirigía con trayectoria irrevocable a mi cabeza. Si uno bajaba la vista y observaba un poco más atrás, podía ver, de pie y en la esquina, a la responsable de ese lanzamiento. Era más grande que las demás; habrá tenido unos doce años y su rostro casi robótico por lo perfecto estaba enmarcado con finísimas trenzas plateadas que le caían a cada lado. Me recordó, y bien podría haber sido su hija, a una compañera de la escuela que vivía en el mismo barrio.
Instintivamente, imité la posición de mi agresora. Un pie delante del otro, la rodilla delantera apenas flexionada y la mano derecha apuntando al cielo (a la bombucha) a la vez que en la otra sostenía la bolsa con los víveres, a modo de contra peso. Probablemente más por azar matemático que por pericia, la bombucha, por no haber estado lo suficientemente inflada, así como salió, suave y elegante de una mano, se depositó, no sin un leve trastabilleo, en la mía.
Con la ecuación invertida, la niña, luego de la sorpresa inicial que la clavó a la tierra por una fracción de segundo, empezó a correr. Yo, imitando a un jugador de bochas, di tres zancadas y solté el globo acuoso que se elevó en el aire para dibujar la trayectoria anterior pero con sentido inverso. Al alcanzar las trenzas de aquella versión en miniatura de mi antigua compañera y explotar, hubo algo de recuerdo y algo de onírico.
La satisfacción no duró mucho. La niña todavía no se había sacado los restos de la bombucha reventada de entre sus cabellos cuando una nueva carga de colores se presentó ante mí. Me encontró con las piernas cruzadas y no alcancé a desenredarme a tiempo para evitar el impacto; el equivalente a los litros de agua que llevaba en las botellas me terminó de empapar.
Oí los gritos de festejo mientras la línea de lanzadoras se replegaba y otras tantas, con bombuchas en las manos, tomaban su lugar.
Mi estrategia fue, entonces, correrme de la vereda, donde los proyectiles de todas formas explotarían, aunque yo los esquivara. Me moví a una zona de gramilla, con la esperanza de que alguno quedase intacto y yo pudiera reaprovisionarme.
Unas diez bombuchas reventaron, pero dos quedaron ilesas, temblando sobre el colchón verde. Me apuré a levantarlas, antes de que el calor del sol haga lo que la colisión no había logrado. Apunté al bulto y respondí al ataque. La formación se volvió a alinear y como si lanzaran con catapultas, una masa multicolor opacó el sol. No pude evitar el baño. Pero cuando miré a mis pies, en busca de globitos para cosecharlos, como si fueran tomates, encontré, efectivamente, tomates.
Iba a utilizarlos para contestar la ofensiva, pero de chico me enseñaron que la comida no se tira y guardé los tomates en mi bolsa, junto al agua, el paquete de yerba y el pan.
La siguiente descarga fue, si acaso era posible, más densa y los globitos, no solo opacaron el sol, sino que lo eclipsaron. Pero también fue más abundante la cosecha: pimientos (rojos, verdes y amarillos), zapallitos, berenjenas, zucchinis, cebollas. Llené mi bolsa e incluso tuve que, en la retirada, llevarme algunas verduras en la mano.
Comprendí mi lugar. Al otro día volví del almacén por el mismo camino para ofrecerle a esas diosas amazonas mi cuerpo en sacrificio. Para depositarlo en su altar de globos de agua para que jueguen con él, se diviertan y festejen. Y esperar, cual idólatra fiel, los frutos de la Tierra en recompensa a mi humilde ofrenda.