Esta nota fue publicada en Pausa #4, el viernes 6 de junio de 2008, durante el lock out agropecuario contra la resolución 125.
Hay miles de formas de no decir esa palabrita, negro, y mantener, a la vez, la voz dentro del paradigma, del punto de vista que la contiene.
Grasas. Menchos. Cabezas.
Esa palabra, y sus variantes, sirven para denominar un “otros” y, más aún, un “ellos”. Una clara posición política hilvana a todas esas variantes. Una es esa posición; en ella hay una cifra que es indispensable reconocer (en el sentido estricto: conocer un fenómeno como conocerse a uno mismo).
Tras miles de años de historia humana (cuestión que incluye a las relaciones sexuales, las migraciones, la mezcla infinita desde el inicio de los tiempos) seguir pensando en términos de pureza biológica racial o de ligazón entre una raza particular y un territorio específico es una cuestión completamente ignorante. Tan obtusa como negar que efectivamente existen las diferencias de fenotipo, de apariencia física, y que tal notoria y vasta diversidad, siempre en mutación, es, antes que nada, un motivo posible de conocimiento y de placer: el gusto por el cuerpo humano puede poseer todo tipo de formas.
Bolas, bolitas, paraguas, perucas, brazucas, boliguayos. Chilotes.
La relación entre raza y biología es nueva. Antes del siglo XIX, ese concepto no se definía con el vocabulario de esa disciplina. Sin embargo, una vez fundidos, rápidamente ese vínculo fue parte de un inusitado proceso de producción de cadáveres. Cuando la raza se tradujo al lenguaje del cuerpo biológico, y cuando en ese lenguaje se comenzó a explicar el crimen, el éxito, la locura y hasta las tendencias políticas, el Estado tomó a su cargo la división entre los cuerpos de las razas deseables y los de las indeseables, purificando las primeras (ya “puras”), extinguiendo a las segundas (las “degeneradas”) y creando una idea general de normalidad para ambas. Así, el fundamento del racismo es, en verdad, positivo: consiste en la política del Estado para producir mejores cuerpos, con mejor vida, que duren más y en mejores condiciones. Y toda política que se base en producir esas separaciones entre lo normal y lo anormal, lo más humano o lo menos humano, es un racismo. El único requisito necesario es separar la paja del trigo y producir una selección precisa de cuáles son los cuerpos beneficiados y cuáles son los que pagarán, con sí mismos, por ello. Luego, no sólo hay que observar qué segmento de la población elige matar el Estado, sobre todo hay que indicar cuál es el privilegiado con el mejoramiento de la vida. Advertir a qué parte de la población el Estado eligió defender respecto de sí misma, de su parte gangrenada. La sociedad debe ser defendida de su parte gangrenada, que también comprende al extranjero. (Dicho en voz baja: que hasta comprende a la mujer, que si osa no estar en la casa –y aún así– tiene que cobrar menos salario).
Forma parte de nuestro imaginario la afirmación de que en Argentina no hay problemas de racismo. Crisol de razas, nos decimos. Inclusive, dentro de esa misma imagen, se admite que hubo un par de problemitas serios (y excepcionales) como los regimientos de negros en la guerra al Paraguay y la avanzada del Estado sobre la Patagonia, de la mano del ejército de Roca. Tras ese asentimiento, se supone que nada más pasó.
El reconocimiento (nuevamente, esa palabra) de la existencia de una parte salvada y protegida es lo que, en Argentina, supimos suprimir eficazmente, sobre todo a partir del encorsetamiento del discurso sobre el otro a dos lugares muy propios. La casa, como espacio de enunciación, es uno. El alma, como objeto del enunciado, es el otro.
Negros.
Hasta hace poco, el uso del término negro se restringió casi exclusivamente al ámbito de la comunicación privada. Negro se decía y se escuchaba sólo entre conocidos; quien alegue no haberlo hecho nunca demuestra una hipocresía inverosímil. Negro, claro, es el modo de llamar a la población-gangrena, a su cultura y su sociedad de negros, a sus actividades económicas de negros. A su política de negros. Cosas de negros, se dice, se escucha en el calor de la casa, en las voces de la familia o de los amigos, apuntando hacia un afuera. Negros de mierda es un grito conocido. Habitual.
Sin embargo, inmediatamente se admite la no negritud de los negros. El problema no está en el color, está en el habla, en los gestos, en los modos. En el tono de la voz. No se usa negro, dice quien dice negro, porque se tenga algo contra los negros de piel. La piel, los rasgos visibles de los pobres, los marginados, los excluidos, no son negras. No son negros, pero son negros. El dilema se explica fácil.
Son negros de alma.
La duplicación es evidente. Se liga un fenotipo a una desviación (racismo clásico) que a su vez se vuelve una esencia espiritual trascendente, por estar fuera de la historia, en el caso de quienes no poseen ese rasgo. El pase de manos tiene su sentido. Aventuraremos un breve relato al respecto.
La invención de una tradición nacional ligada a la tierra y a las costumbres campestres es un producto de la reacción de la oligarquía local frente a las costumbres importadas por los inmigrantes europeos que inundaron las ciudades a comienzo de siglo. No sólo se trataba de nacionalizar a las masas a través de un mito fundante, de la conscripción obligatoria y de la escuela pública; había también que demarcar quiénes eran los argentinos de pura cepa y quiénes eran los intrusos. Es con la inmigración, y como reacción, que cuajan en un mismo punto la propiedad de la tierra diseñada por Roca, el ejército nacional y el escolarizado Martín Fierro (quizá la mayor operación política local lograda desde la crítica literaria, producto de las conferencias de Leopoldo Lugones por el Centenario). “Negros” en ese entonces eran los “gringos”. Habrá que esperar hasta mediados de siglo, hasta los aluviones de “cabecitas negras” en Buenos Aires, para que emerja el formato actual de segregación. ¿Quiénes son, entonces, nuestros negros?
El dato genético posee, en este caso, fuerza explicativa. Más allá de que los afroargentinos son una realidad que superó a la guerra del Imperio Británico y de Mitre, más de la mitad de la población argentina posee, entre sus ancestros menos o más cercanos, a un indio americano. O sea, se le dice negro al descendiente del indio. Se le dice negro al mestizo. Al descendiente de indio que se mudó a la ciudad. Se le dice negra a la piel trigueña que se quema o congela bajo el techo de chapa de una casilla de Santa Rosa de Lima, se le dice negro al hombre de linaje qom que vive entre los chanchos en el barrio El Chaquito. Se les dice negros a quienes fueron a la campos de refugiados durante las inundaciones.
Se les dice negros a los expulsados de la tierra que cayeron en los márgenes de la ciudad. Y a sus hijos. Y a los hijos de sus hijos.
Minuciosamente, supimos suprimir a lo largo de las generaciones al reverso, profundamente obsceno, de la así llamada Argentina potencia, del granero del mundo. A uno de los reversos de ese ser nacional pastoril. Bajo el nombre de negro se marca el estigma, pero en el alma, y se produce, en la historia, el borramiento del pasado y la disolución de las acciones y las masacres pasadas y presentes. Los cuerpos de quienes llevan el gen indígena y de quienes son excluidos están superpuestos e incluidos bajo un nombre que borra su (milenaria) historia política. Esos cuerpos no pueden ubicarse ni en el linaje del indio ni en el linaje del explotado: no los hizo la historia del 30 ni el neoliberalismo. Son negros, y los negros son así más allá de las condiciones: llevan la desviación en el alma.
En seco: no los hizo la historia. Los hizo y hace el nombre (y el desplazamiento) que se les otorga. Están, por principio, excluidos del pueblo legítimo, aquel que tiene el derecho social de hacer la política, y del público raciocinante, aquel que puede opinar. Su lugar, su inclusión, es el de la población a controlar y a asistir con caridad de todo tipo. El destino de sus acciones no es el de fundar derecho; aquello que sea la norma establecida, sobre ellos ha de imponerse. Sobre ellos cae el poder ya constituido, fuera de ellos está el poder constituyente. No se trata de que el discurso racista establezca una división; la división existe y el discurso racista la constituye y la alimenta.
De allí el volumen analítico que habilita el posicionamiento explícito del vicepresidente de la Sociedad Rural Argentina. El 21 de marzo, en radio Mitre, Hugo Biolcati defendió el corte de ruta con una indicación: hay que “mirar el color de la piel de los que están haciendo” el piquete para entender la naturaleza de su legitimidad. La genética naturaleza de su legitimidad. Eso es poder de síntesis.
Fin del relato.