No sé por qué estoy sentado en un saloncito de la Casa Argentina en París, a punto de escuchar a una joven pianista. En realidad, sí lo sé: llegué hace unos días a la ciudad, vivo en esta casa y ya es hora de hacer sociales. Mala elección. Soy el único residente que está en este lugar. Los demás, esos a los que me crucé en los pasillos, están haciendo sus vidas en otra parte.
Me pongo a mirar al público. Hay señoras mayores que llegaron solas. Las veo salir de sus casas parisinas y viajar en subte, entre la gente que vuelve del trabajo, para llegar hasta este rincón cultural. Hay algunas parejas maduras, hay una mujer muy elegante y maquillada. Hay un chico de unos quince años que vino con su padre y su abuelo. Entre las manos tiene la gorra de un equipo de fútbol americano, su padre lo obligó a sacársela para la ocasión.
La pianista es casi raquítica y delicada, no sé de dónde saca fuerza para atacar al piano, pero lo domina.
Cada persona adopta una postura diferente al escuchar la música. Las señoras mayores se doblan sobre sí mismas, como si fueran bichos bolita, ocupan la mitad de su silla, la música las repliega. La mujer elegante cierra los ojos y levanta la cabeza, como si estuviera sintiendo una brisa fresca. La música la hace sentir plena. Tiene un anillo dorado, casi tan grande como una bolita de naftalina, que se zarandea al final de cada obra.
El quinceañero se aburre terriblemente, bosteza con sus cachetitos rosados y su pelo rubio, y su única diversión es ser el iniciador de los aplausos. Siempre me llamó la atención esa gente que lleva a sus hijos de tres o cuatro años a los conciertos, para empaparlos con música clásica. En el mejor de los casos sus hijos caen rendidos, en el peor empiezan a chillar, y los entiendo: no pueden quedarse quietos y en silencio durante una hora y media, admirando las virtudes de las sonatas de Beethoven. Pero los padres insisten, tienen la esperanza de que sus hijos sean los compositores del futuro. En la primaria tenía una compañera de escuela que sufría las ambiciones de su madre, que la obligaba ir a clases de piano. Sus dedos no eran ni siquiera capaces de una versión digna de “Arroz con leche”. Los padres nunca aprenden que esos caprichos suyos aplicados sobre el cuerpo de sus hijos tienen el efecto contrario. Mi amiga, que ya no lo es, no sólo escapó del piano, sino también de su madre, se mudó a 300 kilómetros de la ciudad y trabaja en una fábrica de lácteos.
No recuerdo la primera vez que vi un piano. En mi familia no había. Pero el primer cd que compré con el sueldo de un trabajo humilde fueron los nocturnos de Chopin, aunque lo combinaba con Smashing Pumpkins o Garbage. Hay algunos conciertos que son entrañables para mí. A dos casas de la mía, vive una pianista. Cada vez que la escucho ensayar, me digo que debería haber tocado el piano; más de una vez me dijeron que tengo manos para hacerlo, pero mis manos eligieron tocar otras cosas.