Otilia Acuña está sentada en su silla de ruedas en la puerta de su casa de Santa Rosa de Lima. Toma unos mates con miel que prepara su hijo, en la siesta del viernes 16 de marzo. De fondo se escucha un enganchado de rock nacional. En la vereda hay una mesa grande con facturas y bizcochos; en el tapial que divide el patio y la calle, unas guirnaldas adornan la escena. Son las 4 de la tarde. Caminando por el pasaje Luis y Nilda Silva, nombre que denota una memoria de sangre, llegan hasta su hogar un grupo de personas. Se acercan hasta Otilia, se arrodillan para mirarla a los ojos, la abrazan y le dicen “Feliz cumple, Oti”.
El pasaje en el que vive una de las primeras Madres de Plaza de Mayo de la ciudad lleva el nombre de su yerno Luis, desaparecido en Morón en noviembre de 1976, y de su hija Nilda, asesinada en la puerta de su casa por la Policía el 11 de abril de 1977. Cuando le pregunto a Otilia qué significa ser una Madre de Plaza de Mayo, me responde: “Mucho. Ahora estoy un poquito mejor, pero a lo primero no quería ni que me preguntaran porque me enfermaba. Cuando el Pollo, el asesino de mi hija, le disparó en la cabeza, me dejó una tristeza que no se va a ir nunca. Todavía le pido que no la mate porque tenía a sus hijos tan chiquitos”.
A las 5, la casita de Otilia está repleta de gente. De personas del barrio, docentes, militantes de distintas agrupaciones, amigas y amigos. A sus 97 años, ella puede estar segura de que amor no le va a faltar.
Valeria, su nieta, me cuenta: “El año pasado, cuando estaba la carpa de los maestros, mi abuela iba a ir. Los docentes son su debilidad porque mi vieja era maestra. Ese día se largó a llover. La llamé y le dije que la jornada se suspendía por el clima. Pensé que se había creído la mentira piadosa. A la noche, me pongo a leer el diario en internet y veo que estaba ella en una foto, sentada en una silla, y alguien al lado le sostenía un paraguas. Ella es así: tiene que estar ahí luchando”.
Cuando terminé mi charla con los integrantes de Hijos, me acerqué a saludar a Otilia, antes de irme. Así me despidió:
—Nunca te olvides lo que te dije, nene: la única lucha que se pierde es porque se abandona.
Me fui caminando hasta el auto, con piel de gallina y unas palabras que nunca podré olvidar.