En el boliche de la Chela los pescadores que volvieron de la isla se revientan las monedas que ganaron. Trajeron nutrias, carpinchos y un montón de pescado. En mesas de lata despintadas, en sillas que se clavan en la tierra, toman caña de durazno y juegan al 9.
Las voces se hacen más ásperas, esas primeras voces apagadas se van tornando vozarrones a medida que avanza la tarde y corren las botellas. Las cartas gastadas y húmedas giran, incansables, su ronda por la mesa. Generalmente no hay pelea y cuando hay, ya ninguno de los peleadores puede hacer demasiado daño, pero nunca se sabe. Como sea, lo cierto es la resaca ardiente como un desierto que van a arrastrar sin nada más.
A un costado, los gatos lamen y relamen, de puro vicio, las espinas y se tiran boca arriba o se revuelcan en el pasto, empanzados y ajenos.
Adentro de la casa y en la galería hay otras mesas. Adentro de la casa, la Chela atiende, limpia y cocina. Ahora, por ejemplo, hace chupín y queso de chancho y cuando estén fríos los va guardar en la heladera junto a la mortadela eterna y los lupines. Cuando todos se vayan, la casa entera va a quedar quieta y muda y una nube de bichos va a dar mil millones de vueltas alrededor de cada foquito prendido. Cuando todos se vayan, la casa entera va oler a vino. La Chela no toma casi nunca pero si levanta un vaso, las hijas van a esconder las cuchillas, las tijeras y las gillettes porque la Chela se corta, casi siempre los brazos, mucho.
La Jesi, la más chica, lava ropa a mano, en el fondo. El agua fría le hace doler los dedos y el jabón blanco le perfuma la piel suave. Ahora friega el vestido que se puso en el baile y recuerda y se muerde el labio. Piensa en el Maxi que no aparece y siente que el piercing de la panza se le tensa. Alrededor de todo, el cielo se pone rojizo y la tarde se apaga lenta como una cumbia triste.