Con los chicos tenía una relación hermosa porque a ella le gustaba cantarles, mezclarse en sus juegos. Era muy popular, todos la conocían: los chicos, los padres de los chicos. Los compañeros de trabajo la apreciaban mucho porque no era una persona que iba a trabajar, cumplía su función y se volvía a su casa. Ella estaba atenta a si el chico tenía frío para conseguir un abrigo, o si le faltaban las zapatillas andaba buscando zapatillas. Si una maestra estaba descompuesta ella iba a la farmacia a ver cómo le solucionaba el problema. Era muy querida. Siempre llevaba esa cuotita de alegría adonde estaba.
Luisa Guadalupe Ochoa (56 años) fue portera en la escuela Falucho de barrio Barranquitas durante 28 años. Su hija, María Elena Schafer, también trabajaba allí como docente.
Ella tuvo una vida dura, muy difícil. Nació en un lugar muy humilde, en calle Blas Parera 3981. Ahí vivió con sus padres, hasta que se casó a los quince años. Tuvo dos hijos a los que les dio todo lo que una mamá puede dar en la medida de sus posibilidades. Somos lo que somos por ella.
María Elena Schafer habla de su mamá, y la ternura aprendida en la casilla construida sobre las viejas barrancas del Salado, cuando la avenida Perón se llamaba Blas Parera y era una calle de tierra, se enreda en sus palabras.
A ella le gustaban mucho las plantas. Le gustaban mucho los chicos. Siempre la veías en la escuela con un par de chicos en la falda. Y le gustaban las viejas, siempre andaba con alguna vieja. Acompañaba a la gente que estaba sola. Cuando se enteraba de que había alguna persona enferma iba a rezarle, a hacerle compañía. Era divertida, cuando nos juntábamos siempre nos terminábamos riendo de sus ocurrencias, de sus historias.
La recuerdo como una persona que dentro de todo lo malo de la situación y de todo lo malo de las personas, siempre trataba de ponerle una chispita de alegría a las situaciones y de comprensión a las personas. Por ahí estábamos pasando una mala situación económica y ella salía con alguna broma. Le ponía su cuota de humor a todo, hasta el último momento, porque se fue haciendo un chiste. La recuerdo siempre con sus ruleros, arreglándose el pelo, y con sus cremas y sus sales de baño que compraba para poner en un fuentón. Ella era así. Tenía dos hijos a cargo y estaba sola, se había separado a los 27 años.
Pasamos muchas cosas juntas: frío, hambre. Pero nos enseñó a no abandonarse frente a la dificultad, sino presentar batalla. A su trabajo de portera le sumaba trabajo en casa de familia, planchando, lavando, limpiando. La base de su educación fue esa, el trabajo y el esfuerzo para conseguir lo que nos propusiéramos.
Le gustaba mucho leer, siempre se arrepintió de no haber seguido estudiando. Le gustaba la poesía, había hecho pintura sobre tela. Terminó la secundaria de grande, ahí en la misma escuela. Construyó la casa y me dio parte de ese terreno para que yo haga la mía y sigamos viviendo juntas.
Además de trabajar en la escuela Falucho, Luisa participaba en la Parroquia San Francisco Solano.
La gente la seguía bastante, siempre iban a casa a buscarla y en la parroquia también tenía su grupo con el que se reunía a rezar. Ella les llevaba la imagen de virgen a los vecinos, así se hacía de las problemáticas de cada uno y en la medida de sus posibilidades, trataba de ayudarlos. Ella se hacía carne de los problemas que podía tener el de al lado. Era muy solidaria.
En la noche del 28 de abril de 2003 un grupo de policías estaba apostado en la esquina de Perón e Iturraspe. Luisa les preguntó si pasaba algo: “Nada señora, hay un poco de agua en el terraplén, pero está todo bien”. Al otro día se puso su guardapolvo color té con leche y fue a la escuela como todas las mañanas. Al llegar se encontró con el llanto de las mujeres del barrio, las que vivían al otro lado de la Avenida Perón. La inundación las había encontrado de madrugada y no tenían adónde ir.
El 29 de abril para mi amaneció como un día más. Yo estaba un tanto desinformada, o quizás muy metida en otras cosas porque estaba a punto de rendir una materia y estaba con todas mis chispas puestas en eso. Lo primero que me acuerdo es que recibí una llamada telefónica de mi mamá diciéndome que se venía el agua, que ella iba a pedir permiso en la escuela para venir a casa.
En ese momento fue donde reaccioné y salí a la calle. Vi que el agua ya venía avanzando por calle Brasil y le faltaba cruzar Iturraspe para estar en casa. Había como una especie de alboroto en la cuadra, la gente desesperada que no sabía para qué lado disparar, porque no había posibilidades de conseguir un medio de transporte o un flete como para rescatar las cosas.
Luisa, María Elena y su familia vivían en Brasil e Iturraspe, donde Brasil se convierte en una callecita de tierra, sin salida.
Todos los vecinos estábamos en la misma situación y lo único que se nos ocurrió fue intentar hacer una defensa con bolsas de arena de esquina a esquina. Estuvimos en ese trabajo más o menos desde las once de la mañana hasta la una y media de la tarde… Entre todos cargábamos bolsas de arena y habíamos logrado una defensa que superaba el metro treinta. En la ingenuidad y en el desconocimiento de lo que era el fenómeno natural que se nos venía creíamos que con eso íbamos a contenerlo. Cuando menos nos dimos cuenta el agua ingresó por el fondo de la calle Brasil. Todos nos fuimos a nuestras casas de inmediato, porque el agua desbordó desde atrás en vez de cruzar la defensa que habíamos hecho. En menos de cinco o diez minutos teníamos el agua en la cintura.
Al frente de mi casa vivían mi mamá y mi hermano, y atrás vivía yo con mi esposo y mis tres hijas. Corrí hacia la parte de atrás de la casa, donde estaban ellas. En ese momento mis hijas tenían 10, 8 y 4 años y lloraban y gritaban porque la misma fuerza del agua elevó la cama donde estaban sentadas y estaban flotando. Lo único que podíamos hacer era tomar cada adulto a una nena sobre la espalda y salir. Recuerdo que lo único que llevé en la mano era una bolsa con documentación personal y los papeles de la casa. Y los apuntes de la última materia que estaba por rendir.
En ese momento no había nada. Ni información ni nadie que nos dijera qué teníamos que hacer. Lo que se hizo fue porque se nos ocurrió. O sea estábamos todos en una situación idéntica y bueno, dijimos “Hagamos esto” y lo hicimos. Fue un error pero fue lo único que se nos ocurrió. Quizás hubiera sido más inteligente, en mi caso particular, al ver esa situación, tomar lo mínimo e irnos sin salir con el agua en la cintura y sin ver todo eso. Porque cuando estábamos saliendo mi mamá me hizo volver, caminar en el agua hacia atrás y entrar a su dormitorio. Me dijo “Mirá mi pieza”. Y yo me acuerdo que le dije “Mamá, está todo lleno de agua”. Pero claro, eran sus libros, sus cosas. Ella coleccionaba revistas de la iglesia y ahí en el agua estaban sus tesoros.
Luisa y su familia se evacuaron, como otros vecinos de barrio Barranquitas, en la escuela Falucho.
Poco a poco las distintas aulas se fueron convirtiendo en lugares donde convivían cinco o seis familias amontonadas. Ahí sí aparecieron, pero no del gobierno o de algún organismo público, sino que aparecieron amigos, conocidos, compañeros a ver qué podían hacer y en qué podían ayudar. Recuerdo que esa primera noche se hizo un gran guiso para un montón de personas. Era tan grande la olla que habían utilizado que para revolver la comida habían conseguido un palo de escoba sin uso. La gente lloraba o entraba corriendo, buscando familiares que no sabía donde estaban, madres que no encontraban a sus hijos. Fue una situación bastante dolorosa e inesperada que creo que nos sorprendió a todos.
Mi mamá en esos momentos tenía el abrazo y la palabra para la persona que venía con desesperación a buscar un familiar o para aquel que lloraba porque lo había perdido todo. Ella también era absolutamente consciente de que había perdido todo pero no obstante eso trataba de consolar a los demás, diciendo que por lo menos habían podido salvar sus vidas que era lo más importante.
Esa primera noche hubo toque de queda porque había como siempre gente que abusa de esas situaciones de desgracia para delinquir y bueno, se escuchaban los sonidos de los helicópteros y disparos. Estábamos a tres cuadras de mi casa. Mi hermano había quedado en el techo, con el agua que alcanzó aproximadamente los dos metros treinta. Eso creo que a mi mamá particularmente le afectó porque una parte de la familia había quedado en una situación de peligro. Era la madrugada del 30 de abril y el agua se aproximaba cada vez más a la escuela. Entonces, no sé qué entidad habrá intervenido, pero tomaron la decisión de trasladar a toda la gente que estaba evacuada en la escuela hacia otro sitio. Nosotros, mi mamá y mi familia, nos quedamos en la escuela acompañando a la señora Lilián Benítez, que en ese momento era la directora. Se barajaba la posibilidad de que si el agua llegaba a entrar podíamos ir al primer piso. Decidimos quedarnos.
La segunda noche, que estábamos intentando conciliar el sueño como podíamos durmiendo en el piso, escuché a mi mamá por primera vez quebrarse y llorar. Me dijo que quería volver a su casa. Yo le dije “Bueno, todos queremos volver a casa”. Lo que yo no sabía es que ella no iba a volver más.
Después de que la gente se fue, Luisa se puso a limpiar la escuela, como hacía todas las mañanas. En la portería donde había compartido con sus compañeras mates, charlas y risas, un televisor transmitía ahora las imágenes aéreas de la ciudad inundada.
El 1° de mayo estábamos en la escuela con Lilián, algunas maestras que iban a ver en qué podían ayudar, si se podía ayudar a alguien desde la escuela, compañeros de mi mamá que habían ido a compartir un mate con ella. Estuvimos como hasta las cinco de la tarde. Yo hacía como tres días que no podía bañarme y en ese momento me acuerdo que calenté agua en una olla y entré al baño de personal a darme un baño, y me golpeó la puerta una amiga de toda la vida de mamá, Cristina Gutiérrez, también portera jubilada de la escuela. Me dijo que me apurara porque mi mamá estaba descompuesta.
Salí lo más rápido que pude, fui y la habían recostado en el piso de un salón que era el que estábamos utilizando para dormir. Mi mamá era muy ocurrente y tenía muy buen humor porque en ese momento se arrima su compañera Cristina y dice “Uy, está cada vez peor”, y ella me miró y me dijo “Me la mandó el enemigo”, y se rió.
Luisa se descompensó en el comedor de la escuela, donde tantas veces le había dado la copa de leche a los chicos del barrio.
Después miró hacia un ventanal, ese día hacía mucho frío y el cielo estaba muy azul. Ella miró ese cielo y se le perdió la mirada. Fueron infartos masivos.
Cuando estábamos en la ambulancia no podíamos avanzar porque la avenida López y Planes estaba cubierta de gente que andaba con las pocas pertenencias que había podido rescatar del agua. Yo iba sola, y me acuerdo de que a cada rato me daba vuelta y la miraba, y las primeras veces que me di vuelta el enfermero o médico que estaba con ella actuaba. Pero después vi que ya nadie hacía nada y así llegamos al Sanatorio Garay. Yo creo que demoramos unos 45 minutos en llegar, porque la gente en la angustia y en la desesperación no dimensionaba lo que podía llegar a estar ocurriendo en esa ambulancia y cada uno corría con su propio problema a cuestas.
Cuando llegamos al shockroom del Garay estuve dos horas ahí esperando. Salía el médico y me decía que estaba mal, después salía y me decía que estaba peor. Hoy por hoy me doy cuenta de que mi mamá falleció en la ambulancia o antes de subir a la ambulancia, y que todo eso que hicieron en el sanatorio fue para no darme la noticia de golpe. Y bueno, la última vez que salió el médico me dijo “No pudimos hacer nada, tu mamá falleció”. Lo único que me acuerdo es que salí a la calle y no sabía para dónde agarrar.
Perdí cosas materiales, y todo eso que pude haber tenido antes de la inundación, en quince años más de trabajo creo que lo recuperé, pero en el caso de una vida, como lo que nos tocó a mi familia y a mi, eso supera todo. Perdí los recuerdos y perdí una parte mía. Con mamá trabajábamos juntas, vivíamos juntas, y yo no sabía lo que era pasar una fiesta sin estar al lado de ella, a veces las dos solas. Los sábados a la mañana me levantaba y lo primero que hacía era preparar el mate y buscar algo para meterme en la cama de ella y compartir.
Algo más se llevó esa inundación de 2003 que fue mi salud y en cierto modo un poco la salud de todos. Un mes después de todo esto empecé con ataques de pánico. Tuve dos o tres años de mi vida que no sé lo que pasó, no me acuerdo. Yo veía a mis tres hijas y sabía que tenía que ser fuerte y levantarme por eso, y con la ayuda de los médicos que recorrí un montón y mucho con la ayuda de Dios y de mi mamá desde otro lugar, pude salir y empezar de nuevo. Todos empezamos de nuevo y creo que en ese momento todos nos encontramos en el dolor, en el abrazo y en las lágrimas.
Después vinieron las marchas y me hacían mal. Después vinieron las cruces en la Plaza de Mayo y también. Yo trabajo en la zona y cada día las veo. Esas cruces no se pusieron con la finalidad de que todos los días los familiares vayan a ver la cruz y horadar en el dolor. Las cruces tenían el significado de que la gente que estaba sentada en la casa del costado de la plaza las vea. Me refiero a la Casa de Gobierno y también a los Tribunales, porque hay innumerables juicios contra el Estado y el Estado no va a responder nunca, porque es imposible, fueron barrios enteros.
En mi caso particular yo inicié una demanda por lo de mi mamá y la dejé a mitad de camino. No me servía, no me interesaba. Lo poco o mucho que me diera el gobierno no me iba a sacar y no me va a sacar nunca el desprecio que yo siento hacia los gobernantes de ese momento, el asco que siento hacia la clase política que no tuvo la entereza de decirnos lo que estaba ocurriendo, porque lo sabían con anterioridad, y tampoco tomaron las medidas que tenían que tomar en el momento, que podrían haber evitado que la cosa se hiciera tan grande como se hizo. A mi mamá no me la devolvería un fajo de billetes, y a mi salud tampoco.
Cuando volvimos al barrio era todo marrón. Vos veías los árboles sin una hoja, todos secos, en todas las calles montículos de basura, muebles y demás. Era como si hubiera pasado una guerra. Después de ese invierno me acuerdo cuando llegó septiembre y los fresnos empezaron a ponerse verdes, ese año eso fue como una bendición. Y toda la gente en ese momento te preguntaba cómo estás, cómo andás. Pero duró poco. Después cuando la gente se empezó a recuperar y empezaron de nuevo a armarse su antigua vida. Volvió a ser todo lo mismo: nadie más se dio bola con nadie y cada uno se volvió a sumir en su individualismo y en lo de cada uno. Pero, si bien no duró mucho tiempo, yo rescato eso que pasó a nivel comunidad, a nivel barrio. Eso tan fuerte y tan grande nos unió.
Espero algún día dejar el buen recuerdo en la gente que dejó Luisa, porque todavía hay quienes me paran en la calle y me dicen “Estás igual a tu mamá”. Y siempre tienen para contarme algo de bueno que les hizo o que les dijo, de alguna ayuda que les dio, de lo buena persona que era.