Un día nos enteramos con Estela Figueroa que Juan Manuel vivía en un pensión indigna, por así decir. No recuerdo nada con precisión; sólo que estábamos en una esquina, quizá Tucumán y 9 de Julio, diciéndonos que debíamos encontrarle una pensión decente. No teníamos un centavo, ni para tomar un colectivo, así que recorrimos algunos lugares del centro, desorientadas por el amigo que necesitaba una mano y nosotras apenas podíamos mantenernos a nosotras mismas. Eran los duros tiempos de la hiperinflación alfonsinista. Me acuerdo de la soledad de las dos; me acuerdo de la angustia y la impotencia.
Y así que, cuando las cosas no pintaron bien para Fernando, pensé que era una época muy distinta, que estaba Facebook para comunicarnos entre los amigos, y ahí envié un pedido que recibió una respuesta inmediata, rápida e inesperada. Se me ocurrió entonces una fiesta, una celebración en homenaje a su talento y a su persona –dígamoslo de una vez: le faltaría un toque de Apolo para equilibrar al poderoso espíritu dionisíaco que lleva adentro; todo desmesura y pasión.
Convoqué a una reunión y nos juntamos cuatro personas. Nos replicamos, nos multiplicamos. Todos los convocados atendieron el teléfono –ahí me acordé el verso final del poema de Cardenal sobre Marilyn Monroe.
Las personas llegaban de a una, de a dos, de a muchos. Algunos con niños. Algunos con un instrumento musical. Algunos conocidos y otros no. Y se armó el grupo de los que íbamos a leer los poemas del Fer. Antes de empezar Tami pidió atención y acercó el celular al micrófono y se oyó la voz del Fer diciendo un poema. Todos nos quedamos muy callados, escuchando conmovidos; muchos lloramos.
Estaba Juan organizando a los músicos, preparados para arrancar después de la primera tanda de lecturas. Y también sorteamos, por jugar nomás, algunos regalos: libros, dibujos, vidriecitos.
Afuera estaban los que fumaban o conversaban, y, en la ochava de Ochava Roma, Santiago y Larisa vendían libros del Fer. Y otros sacaban fotos. Y otros bebían. Un grupo de chicas se habían sentado en el suelo y se reían al mismo tiempo. Y todos se iban abrazando y sonriendo y Analía decía: todo fluye, todo fluye, moviendo las manos dibujando en el aire los cauces de dos ríos que iban y venían como danzando.
Adentro, detrás de la barra, Claus, Celeste y un rato Juan, no dejaban de trabajar sin dejar de sonreír ni por un segundo. El estruendo de la música impedía conversar con voz normal. Por eso el Fede se sentó al lado y me dijo, cerca de la oreja, con el énfasis del afecto, que éste era un acto político; que la alegría lo era.
Me acordé de mis locas lecturas de acercamiento a Spinoza, que empecé hace un par de años atrás, cuando me compré todos los libros que encontraba y solamente pude entender alguna cosa. Y eso se me vino a la cabeza, después de hablar con el Fede: la alegría es política, dice Deleuze que dice Spinoza, y la melancolía es antipolítica. Idénticas palabras, Fede spinozista deleuzeano. Porque, dice, la tristeza es impotente. “La tristeza, los afectos tristes son todos aquellos que disminuyen nuestra potencia de obrar. Y los poderes establecidos necesitan de ellos para convertirnos en sus esclavos.
Los poderes tienen más necesidad de angustiarnos que de reprimirnos.
No es fácil ser un hombre libre: huir de la peste, organizar encuentros, aumentar la capacidad de actuación, afectarse de alegría, multiplicar los afectos que expresan o desarrollan un máximo de afirmación.
Convertir el cuerpo en una fuerza que no se reduzca al organismo, convertir el pensamiento en una fuerza que no se reduzca a la conciencia”.
Más tarde, ya en casa, después de hablar con el Fer por messenger cruzando agradecimientos del uno al otro cual pareja de chinos corteses, cuando llegaba el cansancio y antes de cerrar los ojos para dormirme, vino a mi mente esa famosa frase de Fucik, poco antes de ser ejecutado por el nazismo, que parece subrayar lo arriba expresado: “Por la alegría he vivido; por la alegría fui al combate; por la alegría muero. Que la tristeza nunca sea unida a mi nombre”.
Porque la alegría no son globos amarillos; la alegría, como resistencia, es despliegue de la potencia de acción. Poner el cuerpo, decimos.