Siempre estaba con los chicos, los llevaba para todos lados. Estuvo como diez años en el club. También llevaba a sus hijos a jugar a la pelota. Ser técnico de fútbol era lo que a él le gustaba. Lo hacía por gusto, jamás le pagaron. Por ahí se privaba de algo para poder comprar cosas para los chicos, como las pelotas o las sogas para las prácticas.
Rito Niz (46 años) era director técnico de las divisiones infantiles del Club Defensores de Peñaloza. Vivía en Barranquitas junto a su esposa, Nancy Franco, y a sus ocho hijos.
Toda la vida vivió en este barrio. Entre los dos hicimos esta casa. Él la levantó. Yo lo ayudaba, y mis chicos cuando fueron creciendo también colaboraban.
En el club él dirigía dos equipos. Acá en el barrio todos lo conocían porque se iba siempre en bicicleta con la bolsa de pelotas al hombro.
Era de Colón, pero no iba a la cancha. Quizás si hubiera tenido la plata hubiera ido, pero él prefería gastar en otras cosas. Llevábamos a los torneos a los chicos, sobre todo en invierno. A él le gustaba muchísimo eso. Fue a estudiar para ser técnico porque le gustaba. Fuimos creciendo con nuestros hijos, fuimos aprendiendo y tratando de brindarle cosas a los que uno podía. Él siempre estaba ahí pendiente de que todos vayan. También era estricto, si tenía que retarlos los retaba.
Nancy mira una foto y dice: Ese día había ido y le llevé una torta y jugo. Me acuerdo que era el cumpleaños de uno de los chicos. Por ahí yo les hacía un bizcochuelo y les llevaba. Si era su cumpleaños él prefería que yo le haga una tortita y llevarla para compartirla con los chicos.
Otra foto: Esto es en la cancha de Colón, ese día habían jugado contra las inferiores de Colón.
Las escenas recortadas con formas de nube están pegadas prolijamente en un cuaderno. Son imágenes de Rito, de su semblante orgulloso con los chicos en formación, las sonrisas de los pibes, el fondo borroso de alguna cancha. Son instantáneas rescatadas del agua sucia, del olor inconfundible que dejó el Salado a su paso.
Esta es de un año antes que él falleciera, ¿sabés dónde es? En esa época él estaba trabajando en La Casita de los Chicos, en Santa Rosa de Lima. Él trabajaba con las monjitas, les enseñaba a los chicos a hacer azucareras, cuadritos de madera. A cambio le daban un plan social, algo así.
Y después venía y se iba con los chicos a la cancha. Como a las dos o tres de la tarde él se iba. Ahí están en un pesebre viviente. Ahora que veo las fotos me acuerdo de que también fue director técnico de un grupo de mujeres, ahí en Peñaloza. Este es Bilardo, cuando fuimos a Luján él estuvo en el torneo y nos sacamos una foto. Esta es de cuando él se recibió de técnico. Hicieron fiesta y todo.
Los equipos que dirigía Rito jugaron en la Liga Santafesina, contra Nuevo Horizonte, Pucará o Gimnasia. Hubo temporadas en las que jugaron contra los equipos de Colón o de Unión.
Los chicos del club eran todos acá, de Barranquitas. Hoy son hombres grandes, son papás que llevan los chiquitos a jugar y adonde me ven siempre lo recuerdan. Hace poquito falleció la señora que era la presidenta del club. Ella lo quería un montón a Rito, porque nosotros empezamos a ir ahí a los dos o tres años que se inició, que era todo abierto y no había tapial, nada. El tapial del club lo hizo él. Diez años fue director técnico.
Rito trabajaba como albañil y carpintero.
Antes de la inundación estábamos más o menos: ya hacía dos meses que él se había quedado sin trabajo. Por ahí estaba parado un mes, dos meses, y después lo llamaban otra vez para hacer cosas.
En la noche del 28 de abril de 2003, el río entraba a la ciudad por calle Gorostiaga, a la altura del Jockey Club. Un kilómetro y medio al sur, en Barranquitas Oeste, los vecinos sólo habían escuchado comentarios de otros vecinos.
Creíamos que a lo mejor nos íbamos a inundar un metro de agua. Eso nos imaginamos. Alzamos todas las cosas. Teníamos una piecita arriba, que tenía la escalera en el patio, la entrada por afuera. Era la pieza de los chicos. Llevamos todo ahí arriba, los chicos, mi suegra, después vino mi sobrina con sus chicos. Quedamos todos amontonados en una pieza de tres por tres. Nunca nos imaginamos que el agua iba a llegar al techo.
Eran las dos, tres de la mañana del 29 de abril, y entramos a desesperarnos con mi hija porque ya no podíamos estar sentadas en las sillas porque el agua había llegado y era rápido. Subía, subía y subía. Cuando nos descuidamos teníamos el agua a la altura del pecho.
Entramos a sacar las cosas que teníamos arriba del ropero como podíamos. Algunas cosas que teníamos como cajas con fotos, se perdió todo. Otras cosas alcanzamos a meter arriba, pero qué íbamos a meter si no teníamos lugar en esa pieza porque estaban mi suegra, todos mis hijos, mi cuñada y mi sobrina con tres chicos chiquitos. Y mi hija me dice “vamos a tener que ir subiendo mami”, así que salimos al patio y subimos la escalera para poder quedarnos allá arriba. Al otro día amanecimos mojadas sentadas en la puerta porque no entrábamos adentro.
Qué íbamos a hacer ahí arriba sin nada. Era cerca del mediodía y él se tiró al agua para conseguir ayuda. Ahí el señor de la esquina lo vio. Tiene una canoa el hombre y estaba sacando gente. Le dijo “vení, vení para acá”, y lo alzó en la canoa. Le dijo “acompañame y después volvemos a buscar a tu familia”. Así que vinieron como a las tres horas.
El tema era que no podían entrar con la canoa. Nosotros estábamos arriba, y no teníamos salida hacia el lado de la calle. Había que entrar al patio y no podían porque estaban los cables. Así que pusieron la punta de la canoa sobre un techo, y Rito puso tablas hacia el tapial del vecino. De ahí nos subimos todos al techo de la pieza de arriba. Y desde esa pieza tuvimos que saltar al otro techo. Fuimos nosotros, su mamá y los chicos más chiquitos. Y él se quedó en el techo de afuera con los chicos más grandes y mi cuñado. Hasta que los volvieron a buscar porque no daban a basto las canoas para llevar la gente.
Rito y su familia se evacuaron en la parroquia Domingo Savio.
Nosotros nos inundamos en abril, al cumpleaños de él que era en mayo lo pasamos en la iglesia. Estuvimos un mes, casi dos meses. Cuando empezó a bajar el agua él me traía en la bicicleta y veníamos a limpiar. Se sentía muy impotente al ver que había cosas que no se recuperaban, como su máquina hormigonera, su amoladora, las maderas con las que hacía cosas de carpintería. Teníamos un depósito con todo tipo de herramientas, y fue mirar y amargarse. Él quizás era de tragarse todo, no era que se ponía a llorar ni nada de eso. Yo por ahí lloraba porque veía cosas de mis hijos tiradas, metidas en el barro podrido y las tenía que tirar. Hacía un par de meses habíamos puesto yeso en el techo del comedor. Al ver roto eso que tanto nos había costado… Mucha amargura tenía, y quizás no lo demostraba.
Pasaron como diez días desde que habíamos vuelto y empezó con dolor de cabeza. Lo llevamos a la guardia. Estuvo en el Hospital Iturraspe y después lo llevaron al Cullen porque le tenían que hacer tomografías computadas y no tenían en el hospital para hacerlas. Como no teníamos obra social teníamos que esperar a que los médicos se les ocurra, a que el jefe del hospital firme la orden para que le hagan la tomografía computada en el Instituto del Diagnóstico. Tuve que ir todos los días a la mañana a apurarlos para que autoricen. Estuvo ocho días internado, y a los ocho días falleció. Al otro día tenía el turno para hacerse la tomografía.
Rito Niz tenía una aneurisma. El día que falleció tuvo dos paros cardíacos. Tenía 46 años.
Ese día le dije “Mirá que mañana vengo para afeitarte, que tenés el turno para hacerte el estudio”. “Bueno, pero yo no aguanto más, me duele mucho la cabeza”, me contestó. Y cuando fui después a verlo a la siesta no lo encontré en su cama. Estaba en terapia. Lo habían bañado y estaba todo frío. Estaba dormido. Yo le agarré la mano y le hablaba, él me quería contestar y no podía. La enfermera me dijo “No se asuste, tuvo un paro, ya le va a explicar el médico”. Entonces le dije que lo llamara, que yo quería hablar con él. El médico me explicó que le agarró un paro y que estaba agravado, que le iban a hacer una ecografía. Después de la ecografía me dijo que no era mucho lo que ellos podían hacer, que ya se le había desparramado todo eso, qué se yo… Ahí recién me dijeron, porque en ningún momento me habían dicho que él estaba grave y que podía perder su vida. Nunca me dijeron, ese día sí. Eso fue como a las dos de la tarde. A las seis y media le agarró otro paro y falleció. Era un 25 de junio.
Cuando él murió no teníamos ni un mango guardado, nada. Nosotros pagamos muchos años la cochería por el grupo familiar, y cuando él se quedaba sin trabajo dejábamos de pagar. Después no lo hicimos más. Y cuando él falleció yo no tenía nada, ni siquiera para un cajón.
Nancy rescata la solidaridad de los amigos que en ese momento consiguieron una sala de velatorio y le ayudaron a conseguir un cajón y un nicho en el Cementerio Municipal.
Rito nunca fue enfermo de nada, jamás. Los médicos me preguntaban si él había estado enfermo, si tenía ficha médica. Pero él jamás cayó internado. A él le dolía la cabeza y te tomaba una bayaspirina y ya estaba. O se engripaba y tomaba té con limón y ya estaba. Nunca se operó de nada, ni nada.
A él le afectó ver sus herramientas, todo el sacrificio de su laburo venir y encontrarlo todo fundido. Y él se tragaba todo, no como otras personas que a lo mejor putean o explotan por algún lado. Capaz que si él se ponía a gritar o se desahogaba era distinto.
Como católica pienso que por algo Dios se lo llevó. Pero en el momento fue muy duro para mí. Decí que tenía a mis hijos un poco más grandes que también me dieron una mano. Yo seguí trabajando en casas de familia para poder mantener a mis hijos, porque tenía que seguir mandándolos a la escuela, dándoles de comer, todo. No era fácil. Pero bueno, se pudo. Digamos, salí adelante gracias a Dios.
Quince años después, a Rito lo recuerdan en su casa y en la cancha de Peñaloza.
Los hijos tienen un buen recuerdo de él. Cuando nos juntamos todos se acuerdan y terminamos llorando. Se acuerdan de cuando los retaba o cuando los castigaba, “Te acordás cuando papi nos hacía esto o lo otro”. Una de mis hijas se ríe y dice: “Papi me llevaba en bicicleta a los cumpleaños de 15”. El más chico hoy tiene 20 años. En ese momento tenía cinco y se acuerda de cuando él lo llevaba a jugar enfrente del Cementerio. Él se acuerda de todo, de cuando lo llevaba a la cancha, de todo. Mi otro hijo tiene tatuado el nombre y la cara del padre. Y va al club, sigue jugando en el club donde iba con su papá. Es arquero de la Primera. Y lleva a sus hijos.
La otra vuelta me encontré con un chico. “Ey, no se acuerda de mi”, me dijo, “yo era jugador de Rito”.