El líder de Los Palmeras, Marcos Camino, revisó en su hogar la historia de la cumbia (y la propia) en un mano a mano íntimo con Pausa.
Mientras se prende el puño, repite que cuando puede va a Colombia y compra telas para hacer las camisas. En total tienen 40 juegos de camisas de seda que van rotando show a show. Ahora bien, “en un momento pensé, ¿cómo hago para no confundirnos cuál tenemos que llevar a las giras? Así que hice imprimir una carta con todos los modelos numerados, se avisa cuáles hay que llevar para cada viaje y listo”, revela a Pausa Marcos Camino, acordeonista y director artístico de Los Palmeras desde 1972.
El amplio living de su casa está alumbrado por tres arañas con cuentas de vidrio o cristal transparentes y radiantes. Su brillo remarca los apliques dorados de las paredes y de las sillas de terciopelo vino tinto en las que estamos sentados. No parecen las cinco de la tarde y tampoco parece una casa de familia. Es la casa de Marcos Camino: cansino y de voz grave, rige cada situación que lo rodea. Mientras él está, el resto pasa.
“Cuando yo empecé era todavía el Sexteto Palmeras. No había una organización, recién entonces se empezó a profesionalizar. Desde probar a los músicos hasta registrar los temas en Sadaic y comprar nuevos equipos, nunca hay que dejar de estar en movimiento”. De reflexionar sobre lo hecho, rasca un consejo para los jóvenes: “Cada logro es una nueva responsabilidad, si vos lográs grabar un disco, no podés quedarte esperando a que suene el teléfono”.
Pica y pica
Marcos Máximo Camino nació cuatro meses después del fallecimiento de su hermano mayor, Marcos: “A mis padres les pegó tan fuerte la pérdida de ese hijo que me nombraron igual, algo muy extraño”. A los cinco años, sus padres –Máximo y Florencia– le propusieron estudiar acordeón: “Yo acepté. Lo peor que hice, en ese momento lo sufrí muchísimo”.
Teoría musical, solfeo y tantísimas tardes resignadas a tocar chacareras o tangos por obligación, en vez de andar por el barrio Escalante de aventuras con los amigos, cosecharon el rechazo hacia el acordeón y la música. A los 12 dejó de estudiar, vendió su instrumento a escondidas y con la ganancia se compró ropa. Justo cuando el sonido para él estaba llegando: “En el año 64 el Cuarteto Imperial entró al país con un estilo de acordeón muy distinto a lo que nosotros estábamos acostumbrados en las épocas del conservatorio, cuando estudiábamos chacarera, tango o rancheras”.
A mediados de los 60, con el gusto por ganarse el mango, Marcos fue peón de albañil, pintor, pulidor de mosaicos y armador y reparador televisores, en la fábrica que quedaba por calle Urquiza.
“Después de años sin tocar ni tener acordeón, pasó algo que me hizo volver. Yo era vecino y compañero de estudio de Miguel Carranza, acordeonista de Los Cumbiambas. Una vuelta los fui a ver a Fortín Luján, por barrio Don Bosco, y cuando terminó lo saludé a Miguel. Habremos tenido unos 17 años. Y nunca supe si, en broma o en serio, me tiró: ‘¿Te diste cuenta? Los buenos llegamos’. Para qué. Ahí nomás fui con mi viejo a pedirle que me haga la gamba para comprarme un acordeón”, recuerda.
A partir de ahí, Los Dandy, Habana Combo, Los Tequilas y Los Cumbiambas se agregaron al currículum de Camino hasta que, a fines de la década del 60, cuenta, una “fiebre” por la música pop corte Los Náufragos e Industria Nacional ahogó la emergencia cumbiera santafesina: “Ahí me fui a Paraná a tocar en Copacabana”. En el 68 se casó y tiempo después entró a la fábrica de herramientas Bahco, en Facundo Zuviría y Martín Zapata.
Por primera vez
Un laburo estable y un sueldo suficiente no son poca cosa para un veinteañero, ni en los 70 ni ahora, pero el Abuelo Osvaldo Raggio, bajista del Sexteto Palmeras al momento, sí sabía por dónde iba el futuro Camino: “Los muchachos venían tocando hacía unos meses y me invitaban permanentemente, yo decía que no por el laburo y la familia. Eso fue hasta que los fui a ver un día a Fortín Luján, justamente, les había faltado el acordeonista y tuve que tocar medio de prepo. Y ahí me decidí”.
Atenas de Santo Tomé, Sargento Cabral, Centro Almacenero, Centro Gallego, Rincón y Alto Verde eran las seis salidas de todos los fines de semana promediando los 70. Todavía con su cantante original Czeslav Popowicz (aka Yuli), el grupo grabó sus dos primeros discos y con ellos empezó el romance con clubes y bailes de pueblos. En 1978 Yuli sale y entra Cacho Deicas, punto clave en la historia del espacio y el tiempo. A mitad de los 80, no obstante, hubo un impasse entre Cacho y Los Palmeras en el que hubo un cantante tentativo pero que finalmente no quedó: Sergio Torres.
“Para mí lo más importante de aquellos años era lograr un sonido propio y eso se dio a partir de la entrada de Cacho. Otra fue en el 86: durante un viaje a Colombia, visitando al director del Cuarteto Imperial, Heli Toro Álvarez, me hizo escuchar temas que podríamos llegar a retomar nosotros, casi una costumbre que teníamos cuando nos encontrábamos. Bueno, le pedí que me grabara en un cassette uno que me llamó la atención, del colombiano Víctor Gutiérrez, que se llamaba La Suavecita”. El hit, como un ariete, le abrió a la cumbia la entrada a los boliches: “Se escuchaba hasta en Island”.
“Pero ojo, que nosotros no inventamos nada, simplemente nos copiamos de lo que venía de Colombia, seguimos el patrón del Cuarteto Imperial. Lo que sí hicimos a medida que fuimos sacando discos fue olvidarnos del sombrero, del pescador y de la canoa para ir para el lado del amor ¿Por qué? Porque las historias de amor nos alcanzan a todos. Pero el inventor de la cumbia santafesina –reconoce Camino– trabajaba conmigo en la Bahco antes de fundar Los del Bohío y se llama Juan Carlos Denis”.
Camino mira para arriba, en un total trance de evocación tropical y articula momentos: “Ya entrando a la década del 90 hubo una movida muy grande con la aparición de Ricky Maravilla, el Grupo Sombras, que un poco expandió el horizonte más allá de Santa Fe. En 2004 fue el boom definitivo con El bombón… Son cosas impredecibles, lo hubiéramos puesto primero en ese disco. El soberano es el público”.