Por Diego Spontón
…de vez en cuando hay que hacer una pausa y no llorarse las mentiras sino cantarse las verdades. Mario Benedetti
En estos primeros diez otoños, Pausa mete la cuchara hasta el fondo de la gran olla mediática.
Si resulta un tanto ilustre ubicarlo en el casillero del Nuevo Periodismo, digamos que por lo menos, se ubica en el Periodismo de Autor, sin conservantes; en un país de catetos de pelo en pecho, un periódico anti-oscurantismo.
Al no formar parte del esnobismo periodístico –ni de ningún otro– sus usuarios están muy lejos del crossfit, de la barbería, de la cerveza artesanal con antipasto. Ni art of living ni feng shui; más bien, después del atracón con La casa de papel o Merlí, salen a buscar la revolución en bicicleta despeinándose la niñez, a contraviento de la desinformación.
Echan por tierra a la prensa cliché de dieta paleolítica y el sushi; poniendo toda la carne al asador. Lejos de ese periodismo con arandela que le exige al cuidacoches educación, buena onda y dicción, que recién ahí evalúa si son merecedores de limosna.
Sus periodistas trascienden la frontera de lo previsible. No contentos con informar, discuten y desenredan los hechos casi siempre en la sobremesa o en pleno happines program, camino a un bodegón bien lejos del puterío on demand.
Porque Pausa rompe con el periodismo rancio: el objetivismo, ese estofado compuesto por la Verdad Medieval, ese modelo bipolar mezclado con Opinión Ilustrada y condimentado, por último, por Pobreza Cualitativa. Con términos y condiciones lindantes a la honestidad por encima de la maldita imparcialidad que caracteriza a la peligrosa Corea del Centro. O sea, no engañan a la gilada con el cuento de la objetividad: ese lobo feroz con disfraz de cordero.
Porque limpia la parrilla con aquellos manuales de estilo con pelo postizo, que hicieron escuela subidos al pedestal, con una idea de la realidad limitada en términos de participación ciudadana, cuando es muy tarde para cargos de conciencia.
Porque huye de la industria informativa de las noticias en serie. Porque llega tarde con la agenda, es impuntual, no se propone perseguirla. Porque no intoxica contenidos con temas ligeros y no se propone entretener para vender su producto como lo sabe cualquier hipster que lee Patoruzú.
Porque cuando nadie consigue escapar de ese mercado diseñado, programado, difundido y llevado a cabo por la mercantilización de los medios, cada quince días al menos, abrimos Pausa y nos despabilamos apretando el botón de periodismo antipánico. Desde los oficios terrestres al Flaco Spinetta.
Porque tacha las reglas sacerdotales del quehacer periodístico, camina silbando bajito por la Circunvalación –para no decir por la colectora– del discurso informativo.
Porque le da bolilla a la narración polifónica que retoma y hace visibles, en un primer plano, voces y protagonistas marginados de la prensa tradicional.
Porque juega de contragolpe, abre la cancha y desborda esa agenda focalizada en la idea de actualidad impactante e inmediata de todo aquello que sucede a diario. Porque en pleno intento de profanar La Pasión Nacional en S.A., Pausa saca un conejo de la galera sosteniendo que nada equipara mejor a la sociedad como la pelota bajo la suela de La Diez.
Porque sus relatos son no perecederos. Del mal pago con hielo y grasa en La Forestal, a la esperanza del barrio número 88 de la capital.
Porque está lejos del periodista enlatado en pantalones ajustados y grandes lentes, inserto en una línea de producción en serie, infinita. Porque está más cerca del periodista autónomo, conocedor; en plena liturgia hasta más libre, si se quiere.
Hoy en día se lee y se escucha, casi en forma caprichosa, a compadritos animadores que hacen recaer todo el interés de cada tema en la persona que lo escribe. Estos supuestos intermediarios entre el público y los hechos han renunciado a ese papel para postularse ellos mismos como noticia. Se arrastran a duras penas sobre una colección de confidencias e historietas personales.
Porque propone tópicos emergentes que involucran cuestionamientos al poder y a las fuentes inmaculadas, dándole visibilidad a voces históricamente estigmatizadas por gran parte de los medios masivos. La puerta se cerró, al ñoqui lo despidieron, la mujer se hartó, el blanqueo se decretó, la prepaga aumentó, Santiago se ahogó, el mar es inmenso y el submarino muy pequeño, Chocobar cumplió y los entusiastas del palito abollador de ideologías aplaudieron: Fin. Y como el colesterol: existe una corrupción buena y una corrupción mala; la verdad, como los fantasmas, anda sin sombras.
¿Será que no hay fuentes oficiales o fuentes no oficiales? ¿No será que existen fuentes válidas o confiables y fuentes no válidas o desechables? Hagamos este ejercicio y tratemos de contestar la pregunta sin perder de vista al párroco... ¿Por qué creerle al vigilante y desestimar a la travesti, por qué dar crédito al gendarme y arrinconar al nativo, por qué atender al prefecto y menospreciar los dichos del baqueano, por qué considerar la palabra del vecino y mirar con cien ojos al trapito?
La respuesta quizá la ensaya la escritora María Moreno, quien como espiando corre la cortina y nos revela que el periodismo se está muriendo de pos-verdad, de obsecuencia al poder y de pésima escritura.
Por eso nos inquieta esa cita con Pausa: sepultando al periodismo endogámico.
Y si, pensándolo de cara, les fluye una cierta falta de confort: de currantes caminan con la piedra en el zapato, con algunos ideales retocados, un gato reclamando por comida, la amoladora del vecino a la hora de la siesta, un corte de luz a las 3 de la mañana en pleno enero, el número de la balanza en diciembre, el pantalón en el lavarropas con bolsillos sin revisar. De Rebeldes, soñadores y fugitivos a los Pretextos de Sasturain.
Nos queda mirarlos, cuidarlos; son pícaros nuestros Dorian Gray, los que se quedan sin cerveza a las 2 am en pleno baile de los Famas, los que persiguen tormentas; algunos nuestros, imberbes con las patas en la fuente y pelo facial.
Pisando la baldosa floja, lejos de posiciones moderadas, golpean las manos en el patio donde la siesta de Villa Dora se florea, compañerxs pidiendo permiso por dos latas y unas papitas, pájaros ciegos cierran los postigos con candado al aterrizar, zapatos al pie del monumento del campeón que nockeó y mató, de paredes parlantes, verde y violeta sus pañuelos de color, cronopios temerarios dueños de su destino, una orquesta atípica; a la tardecita por los andenes de la Mitre adivinando la pelota entre los durmientes –de Arlt a Cortázar– en el zócalo del terraplén de Alto Verde, sorteando el yuyal, o en puntas de pie en el sube y baja de la placita de Santa Rosa. O en un kiosco, apilados al lado del Juguete rabioso.
Partisanos que al levantarse identifican el invasor. Ahí por el borde van, con las minorías más intensas generando anticuerpos colectivos, cartel en mano, barriendo las cenizas, apilando los envases. Hijos y nietos de la escuela sin cuota. En el cajón un lápiz, una púa y un dedal. De fila 8 butaca 9. Con las puertas abiertas por si vuelven los traidores perdidos.
De La Abadía al Marconetti, dilapidando todo el bordereaux en una ronda, con la mochila llena de ruidos madrugando o volviendo tipo 7. Camaradas que perdieron sus cucardas. Malditos cristianos que no mandan cadenas de mail por un delfín perdido. De “domingos 20.30 hay función en el América”. Con antiguos reproches, transas pidiendo juicio y castigo, tocando timbres que no andan, empujando el portón. Les rinde el blanco o el negro. De Buster Keaton a Wes Anderson.
Se leen y se aprenden la grave omisión que hace la Historia Oficial... de la historia. Gastando las noches, amigos que cuentan todo los que les pasa en silencio con porrón de testigo. Sofocan el incendio con alcohol de quemar. Una pitada y una pregunta en la galería. Incómodos donde están. Hincapié en los detalles. Del Café Brasilero a Kusturica.
En medio de tanto exhibicionismo pueril, ¿no será que las malas personas no pueden ser buenos periodistas? Dicen (que ya es media mentira) que si se es una buena persona se puede comprender a los demás: sus intenciones, su fe, sus tragedias, sus intereses. Y convertirse, desde el primer momento, en parte de su destino.
Empatía se llama. Interpretar el carácter del interlocutor, compartir en forma natural y sincera el destino y los problemas de los demás.
Todo ese jardín de gente con el placard cerrado con candado, por si se cae algún muerto, o con el placard bien abierto de bar en bar. Apurando el vaso, las palabras se tropiezan. Saltan curados de susto. Como sea: metro-sexuales, metro-espirituales, tímidos enseriados, comprometidos que piensan en verde, los que bucean en Spotify, apasionados de masters universitarios, coolturetas que leyendo La Metamorfosis eligen el mejor punto de vista en Rashomon; los amigos del tofu, los amantes del “sin gluten” y los que llenan de hashtags sus vidas. Cada uno en su trinchera con el Pausa entre los Favoritos. Bajo toda la intemperie de la convicción, no se rinden.
Nos reconocemos en estos primeros diez años. ¡Salud!