Desde Pausa dimos cuenta de las luchas del colectivo LGTBI: de la unión civil y su mínimo amparo legal a la sanción del matrimonio igualitario.
El viernes 4 de julio de 2008 salía la edición Nº8 del joven periódico Pausa. “Más cerca” era el título prominente de su tapa, que acompañaba la imagen de una pareja de mujeres. Faltaban dos años para que el debate por el matrimonio igualitario copara las primeras planas de los diarios y el prime time televisivo y Pausa ya comenzaba a marcar una agenda propia en este tema.
En un país donde las parejas de gays y lesbianas no tenían ningún reconocimiento, la unión civil se presentaba como la opción más viable para lograr amparo legal. El matrimonio entre personas del mismo sexo era, en ese momento, casi una utopía, aunque muchos grupos que luchaban por la visibilidad y los derechos del colectivo ya lo tenían en sus horizontes de lucha y una consigna empezaba a asomar: “Queremos los mismos derechos con los mismos nombres”.
El inicio del camino
La lucha por el reconocimiento de derechos parecía tener en 2008 el camino allanado en la provincia. El gobernador Hermes Binner y los distintos bloques de la Legislatura, habían asumido el compromiso para que se trate la Ley de Unión Estable de Parejas, un proyecto que preveía la creación de un nuevo instituto jurídico que permitía regular y proteger las uniones entre “dos personas que convivan en ostensible trato familiar y por determinadas razones no deseen o no puedan contraer matrimonio”. Una normativa similar a la que tenían desde 2003 la Capital Federal, la provincia de Río Negro y, desde 2007, Villa Carlos Paz.
Una incipiente Marcha del Orgullo sobre el Puente Colgante exigía “Unión civil ya”. La lucha comenzaba de a poco a salir del clóset y la Cámara de Diputados de la provincia dio la media sanción en agosto de ese mismo año.
Pero el avance de la normativa exacerbó el humor de los antiderechos: la resistencia todavía hacía sentir su peso. “De cómo perseguir las muchas formas del amor”, decía la tapa de Pausa del 3 de octubre de 2008. La Federación de Asociaciones y Uniones de Padres de Familias de Colegios Católicos de la Arquidiócesis de Santa Fe había dirigido una carta a la vicegobernadora Griselda Tessio, con la que intentaban obstaculizar el tratamiento de la unión civil en el Senado. Señalaban que “pretender legalizar estas uniones agravia a los padres de familia que han recibido sus enseñanzas y pretenden continuar enseñando a sus hijos que la única unión estable es la de una mujer con un hombre”.
La presión ejercida por la Iglesia Católica hizo mella en el Senado, ese reducto “que constituye una suerte de reserva moral y material de la vieja política” y la ley no se trató, ni ese año ni el siguiente.
Posible lo imposible
El 2010 arrancó sin medias tintas: en febrero un grupo de legisladores nacionales de casi todas las fuerzas políticas, excepto el PRO, presentó junto a la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans un proyecto para modificar el Código Civil y permitir el casamiento a todas las parejas, sin discriminación de sexo, género u orientación sexual. El devenir histórico marcaba que las uniones civiles no podían ser la respuesta para las parejas y familias que ya eran una realidad en la Argentina. Había que ir por todo.
En el país el debate llegó a las calles con manifestaciones a favor y en contra. En la ciudad, bajo la consigna “Matrimonio = Varón + Mujer”, unas 4.000 personas se manifestaron en contra de la posibilidad de extender los derechos vinculares a las parejas del mismo sexo. La “marcha por la familia” fue fogoneada por los medios locales, por las escuelas católicas que convocaron por nota a las familias y por los institutos terciaros que dependen del Arzobispado que desobligaron a sus estudiantes para que puedan sumarse.
Pero aún con esta multitud convocada por la Iglesia en las calles, la sociedad santafesina, tal como lo reflejaba la tapa de Pausa Nº58, mostraban en las encuestas otra realidad: allí el 67% de la población se manifestaba a favor de la normativa.
Finalmente, con 33 votos a favor (entre ellos los de Rubén Giustiniani y Roxana Latorre, senadores por Santa Fe), 27 en contra, 3 abstenciones y 9 ausencias (como la de Carlos Reutemann), y después de casi 15 horas de discusión, en la madrugada del 15 de julio de 2010 Argentina se convirtió en el primer país lationamericano en aprobar el matrimonio civil entre personas del mismo sexo.
El apocalipsis que anunciaban el por entonces cardenal Jorge Bergoglio (“no se trata de una simple cuestión política sino de la pretensión de destruir el plan de Dios”) o el arzobispo José María Arancedo (“está científicamente probado que el proceso de crecimiento de los chicos debe darse en un ámbito tradicional: papá varón y mamá mujer”), nunca llegó. Desde aquel día, y lejos de los presagios que daban por terminada “la familia”, en el país contrajeron matrimonio unas 17 mil parejas, más de 600 en la provincia de Santa Fe. 17 mil nuevas y viejas familias que lograron el reconocimiento de un derecho básico.
Con el matrimonio igualitario Argentina se transformó en un país de vanguardia a la hora de otorgar derechos a su población LGBTI, pero ese gran marco normativo no ha terminado de asegurar una vida libre de discriminación y desigualdades, por eso la marcha del orgullo de 2017 fue la más grande que tuvo Santa Fe. La militancia de la diversidad sexual, reforzada con el potente movimiento feminista, está más activa que nunca, y el canto-consigna de las manifestaciones es hoy una sentencia definitiva: “Al closet no volvemos nunca más”.