Cuando era chico, salir a cenar a un restorán era todo un acontecimiento. Para mi familia, una de clase media venida un poco a menos, esa salida tenía algo de lujoso. Nos bañábamos y nos poníamos ropa limpia. Todos anunciaban lo que iban a pedir: milanesa a la napolitana con papas fritas, pollo al champiñón, costilla. Uno de esos restoranes se llamaba El Lazo. Tenía sogas y ruedas de carreta colgadas en la pared: el lejano oeste en la pampa. Las familias se saludaban entre ellas. Cuando no discutían, la diversión de los matrimonios era hablar en voz baja de los otros comensales; la nuestra, era comer y salir corriendo a la vereda. La salida familiar se coronaba con un helado. Y después volvíamos con mi hermana, acostados en el asiento de atrás del auto, jugando a adivinar por los pedazos de fachadas que veíamos, en qué parte de la colonia agrícola estábamos. Hoy, en el mismo lugar en que estaba clavado El Lazo, esa construcción que parecía tan definitiva, hay un edificio de pocos pisos, donde viven estudiantes de veterinaria o agronomía que estudian de noche.
Otro de esos restoranes estaba –mejor dicho: está– sobre la ruta 70. Se llama El jardín de la cerveza. En el patio había una gran atracción para los chicos: una casita de madera en el medio de los árboles, iluminada. Los mozos estaban vestidos de tiroleses, con pantalones cortos, tiradores y sombreritos de fieltro. Mientras nuestros padres comían salchichas de cinco centímetros de diámetro con mostaza, nosotros orbitábamos alrededor de esa casita de cuentos. Entrar ahí era algo indescriptible, como entrar en un lugar fuera de la realidad. ¿Por qué duran, a través de los años, El jardín de la cerveza y esa casita que vi pocas veces? Por lo que escribe Walter Benjamin: “Cualquiera puede comprobar que el tiempo durante el cual estamos expuestos a las impresiones es irrelevante para el destino que estas tienen en el recuerdo. Nada impide que tengamos un recuerdo más o menos preciso de espacios donde estuvimos veinticuatro horas, y que olvidemos por completo otros donde hemos pasado meses”.
Hace un par de años volví al Jardín de la cerveza. Ya se sabe: el riesgo de volver a los lugares de la infancia es su desmitificación. Todo era diferente. Los mozos, cansados, corrían con sus gorritos ridículos llevando lisos que todos tragaban como agua. Ver otra vez esa casita fue un shock: un poco destruida, con tierra pisoteada alrededor, sin ningún árbol. Era mucho más chica: mi brazo de gigante tenía casi el mismo largo. Pero los chicos jugaban con el mismo entusiasmo con el que yo había jugado treinta años atrás. En el interior del restorán tuve una regresión. Volví al casamiento de una conocida. Volví a verla transpirada con su vestido de novia y unas flores bordadas que le subían hasta los hombros. Volví a ver a los mozos trayendo ensaladas en bandejas de acero inoxidable y esos vasos de vidrio, únicos. El matrimonio duró varios años, pero terminó con un marido golpeador fulminado por un infarto.