A veces de noche siento algún ruido y pienso que van a volver, por eso prefiero sentarme acá y pensar, por ejemplo, en mi abuela y acordarme de las dos antes, cuando estábamos juntas y era todo más fácil.
Cuando me hablaba de su infancia pobre, de la falta de luz y del frío, a paso lento, en camisón y chancletas, por el patio, sin dejar de hablar, agarraba una gallina del cogote y le daba dos vueltas ligeras y precisas. Los días más felices contaba la vez que un chancho resucitó con el agua hirviendo y tuvieron que correrlo más de diez cuadras. Hablaba con voz grave, de dos atados de Particulares por día, por lo menos.
Los perros le daban miedo, cada vez que cruzábamos a uno me agarraba fuerte y rezaba: “San Roque, San Roque que ese perro no me toque”, lo repetía hasta asegurarse de que el santo había escuchado. Sacando los perros y las tormentas, no le tenía miedo a nada ni a nadie. En el barrio le decían Pepita la pistolera y otras cosas más feas, pero nunca de frente.
Jamás le pude sacar nada de mi mamá ni de mi papá, nada. Me miraba en silencio, como si no hubiera escuchado o como si no recordara ninguna palabra. Me miraba en silencio con los ojos vacíos. En algún momento me cansé de ver y de ver las mismas fotos y ya no quise saber, para qué. Total estábamos las dos y la huerta y el gallinero, los frutales y mis plantas. Mis plantas que al principio no le gustaban tanto pero que después hasta les tomó cariño y las cuidaba. Así fue hasta que se fue, un noche, en el sueño, con sus secretos y sus fantasmas, serena y hermosa, como siempre.
Cuando quedé sola se me hizo difícil todo y aparecieron estos tipos que nunca había visto a cobrar unas deudas de no sé qué. En poco tiempo me quedé sin la huerta ni el gallinero, solo las plantas, llenas de flores, fue suficiente.
Durante el día, hago las cosas y cuido las plantas, les hablo, las mimo. En la casa hice cambios pero no muchos. Hice un altarcito para su foto, tiré las otras y un montón de otras cosas que no pude vender, junté tres perros que ahora son fuertes, compré una radio y me teñí el pelo.
A la tardecita limpio la escopeta, hay que hacerlo bien, hay que hacerlo con paciencia. Después le saco brillo porque me gusta ver cómo queda, repaso uno a uno los cartuchos y los vuelvo a acomodar en fila en la repisa, el del medio siempre un paso adelante, como si fueran soldaditos. A veces a la noche siento algún ruido, por eso acá, en el sillón hamaca que era de la abuela, junto a mis perros, frente a la puerta, los espero.