La ley de identidad de género, sancionada en 2012, apuntaba a un cambio cultural que iba más allá de “sólo una cuestión cosmética de mostrar el DNI y que figure nuestro nombre de género”, decía Lohana Berkins en nuestra ciudad, un año antes.
La identidad que buscaba el colectivo era la de existir como ciudadanos y ciudadanas con derechos, merecedoras de oportunidades, lejos del destino casi obligatorio de la prostitución como medio de supervivencia.
Seis años después de la ley, 806 personas trans accedieron al cambio registral en la provincia, y comenzó a funcionar un Servicio de Acompañamiento a las Infancias Trans inédito en el país. También se entregó el primer reconocimiento de reparación histórica a una mujer trans sobreviviente de la última dictadura militar. Sin embargo, el colectivo sigue pagando con sus vidas la discriminación y la exclusión social.
Los transfemicidios son el último eslabón del “transfemicidio social”, una cadena de violencias a la que está expuesto históricamente este sector y que empieza con la exclusión familiar para continuar luego con la social y la del Estado. El odio descargado sobre sus cuerpos se llevó estos últimos tres años, sólo en el Gran Santa Fe, a Coty Olmos, Chiche Castañeda, Cuqui Bonetto y Sol Gómez.
Sin trabajo genuino y formal, sin acceso a la salud en los términos que la propia ley estipula, sin cupo laboral, sin representación directa en los espacios políticos y gubernamental, parece difícil poder avanzar en la conquista de más derechos y de un verdadero reconocimiento a la existencia trans.