Una reflexión sobre el gran escritor, a 32 años de su muerte.
Desde la muerte de Borges (14 de junio del '86) hasta hoy pasaron exactamente 32 años. Se jugaba en esos días el Mundial de México, aunque aquel hombre de 85 años nunca logró simpatizar con el fútbol. Una vez, dijo del Flaco Menotti: “Qué raro, un hombre inteligente y se empeña en hablar de fútbol todo el tiempo”.
Al parecer, no se las cargaba contra el deporte en sí, sino contra su sobrevaloración y su facilidad para partir aguas, pueblos y, por qué no, familias: “Además, fomenta el nacionalismo, que es uno de los grandes males de esta época”. Esto se lo dijo al periodista uruguayo Atilio Garrido durante el Mundial en Argentina, en 1978.
Si bien a esta altura, el foco debiera apuntar con más énfasis hacia nuevas generaciones de escritores, la posición canónica de la obra de Borges, su estilo tan breve como denso, se sostiene y se mantiene gracias a su vanguardismo. O con más picante: gracias a su progresismo.
Para ver esto, hace falta calar un poco más hondo en su pensamiento, opacado por la ambigüedad de haber dicho que la última dictadura era “no el mejor, sino el único gobierno posible” y sus actos –cuando recibió una medalla de Pinochet, aseguró querer mucho a Chile y sentir que el reconocimiento era “por parte de su gente, no de un coronel”.
Hechas las concesiones del caso, Borges despreciaba explícitamente los nacionalismos y cualquier excusa que sirviera a los fines de distanciar a las personas: “Creo que nadie está interesado en el juego mismo del fútbol: está interesado en tal o cual cuadro o en tal o cual país (…) Yo creo que tenemos que llegar a patrias más grandes todavía. Creo que tenemos que llegar a patrias tan grandes que ya no haya patrias.”
Justamente, la muerte de Borges fue dos días antes del cruce mundialista entre Argentina y Uruguay, dos de sus patrias añoradas, la nativa y la remota: “no sé si mi primer recuerdo, un cantero y un arcoíris, corresponde a este lado del río o al otro.” En su imaginario, Argentina y Uruguay eran un mismo espacio. La Patria Grande, una superación de los estados democráticos.
Temas universales
Mientras más detalles caracterizan a unos y a otros, más pronunciado es el contraste. En este sentido, Borges supo reivindicar la importancia de la abstracción y del olvido selectivo (Funes el memorioso), para darle así mayor ganancia a la generalización, a borrar las peculiaridades en pos de unir a los que nacieron acá con los que son de más allá.
La memoria y el arte popular son, precisamente, temas que aborda el relato de Juanjo Conti que saldrá publicado en unos días y estos resultan destacables en varios sentidos: primero, porque hay una tesis borgeana que reconoce mayor legitimidad a aquellos discursos artísticos que se despreocupan por dar cuenta de su origen explicitando usos y costumbres demasiado obvias para cualquier “paisano”; segundo, porque el mismísimo Marcos Camino, en una entrevista concedida a Pausa en mayo pasado, también realzó el valor de dejar de ir olvidándose “del sombrero, del pescador y de la canoa para ir para el lado del amor”.
¿Por qué? Porque las historias amorosas son de implicancia universal, ni más ni menos. En este sentido, al apropiarnos cabalmente del consumo de pescado a la parrilla o del regocijo de un liso acabamos dándolos por sentado. Referirlos recurrentemente en las expresiones artísticas resultaría redundante, forzoso.
Habiéndoselo propuesto o no, Los Palmeras, siguieron esta consigna y terminaron siendo una de las expresiones musicales más arraigadas y representativas de su lugar natal, aunque no haga falta ser santafesino para acceder a su goce estético.
De aquel partido contra Uruguay, se cumplirán este sábado 32 años, día en el que Argentina se medirá contra Islandia, la patria imaginaria de Borges: viajó hasta ahí tres veces, le dedicó algunos poemas (El oro de los tigres, A Islandia) y hasta lo condecoraron con la Orden del Halcón de la República de Islandia.
Su fascinación por ese país empezó desde que era chico, a partir de que su papa le regaló una traducción al inglés de Völsunga Saga un texto que lo llevó a estudiar no solo la literatura islandesa sino también la historia de su idioma, al que llamaba “el latín del norte”. En esa analogía, que acerca dos lenguas madres, quizás, se repliega un deseo por reutilizar la historia no como fundamento de las diferencias, sino como el origen de nuestra diversidad, esa que hay que aprender a aceptar y que servirá para reconciliarnos.