Las memorias de un niño festejando en pleno en 1978.
Con el Mundial de 1978 me pasa algo muy especial. Y eso de “especial”, para muchos de los argentinos y argentinas que amamos el fútbol tiene que ver con el contexto político que sufría el país. En mi caso también está el peso de la dictadura que salpicó con sangre aquella pelota “Tango”, pero ese toque diferente que tiene Argentina 78 para mí está en el inicio de la memoria. Yo tenía 4 años, y en mi disco rígido sólo recuerdo una cosa antes de ese Mundial, mi cumpleaños. Y el recuerdo que tengo es horrible, en mi cabeza está un payaso entrado en kilos que me asustaba mucho. El segundo recuerdo, casi a modo fundacional de mi memoria es la hepatitis que me tiró un mes a la cama, junio del 78.
Los leves recuerdos de algunos partidos y relatores de la vieja ATC (Argentina Televisora Color) me dejaron inmortalizados apellidos como Nanninga (Holanda), Lato y Boniek (Polonia), Dino Zoff, Marco Tardelli y Paolo Rossi (Italia), Rocheteau (Francia), y la lista de argentinos como Fillol, Pasarella, Tarantini, Olguin, Gallego, Ardiles, Luque, Kempes y Houseman.
Veía los partidos en la cama en la habitación de mis viejos, con la tele en blanco y negro. A la mañana me ponían una pichicata y la tenía a mi abuela a mi lado, que me decía “Gasti, si no lloras te regalo un autito”, y así empezó mi colección de autitos. Recuerdo a mi primo, adolescente allá a lo lejos, tirándome una pelotita de tenis, y yo haciéndome el Pato Fillol en la cama cuando ningún adulto me veía. Del Mundial sólo tenía una taza con la que tomaba té con leche, y todavía la conservo. Una taza común y corriente con un logo muy feo. Recuerdo borrosamente algún gol contra los peruanos y un poco más claro el sufrimiento de la final con los holandeses y ese grito del alma de Mario Kempes.
Pero al recorrer la memoria, ella me iba a dejar una señal. Cuando mis padres salieron a festejar el campeonato del mundo por las calles de Santa Fe, en la esquina de 9 de julio y Mendoza alguien me quitó la banderita de nylon celeste y blanco. En mis recuerdos está esa imagen, la del nene que sacudía la banderita de manera frenéticamente, la ventilla levemente abierta de una Renoleta verde y un manotazo que provocó un llanto de las entrañas.
A mis 4 años el Mundial 78 se manchaba con el robo de la banderita, esa es la señal. De grande, ya con la democracia fortalecida, con Maradona recibido de ídolo eterno, me di cuenta de que ese Mundial estuvo manchado de sangre.
Al día de hoy, cuando espero que Messi se suba al trono de Diego, todavía no puedo disfrutar a pleno de aquel Mundial. Puedo reconocer a jugadores enormes que ya nombré y a un director técnico que me supo representar en ese ideal de fútbol que tanto me gusta, y hasta en cierta filosofía de vida; pero no puedo mirar con tranquilidad una escena que rememore el 78. Videla, Lacoste, Massera, la ESMA tan cerca de una fiesta derecha y humana en el Monumental, los goles que tronaban en las celdas y cualquier imagen inhumana que se te pueda ocurrir de aquella trágica dictadura.
Por eso hoy, 40 años después, me puedo reflejar en un texto que forma parte de la serie de contenidos que la Coordinadora de Derechos Humanos del Fútbol Argentino comparte para seguir haciendo memoria, verdad y justicia...
La Copa de la contradicción
La Copa del Matador Kempes y de los milicos asesinos.
La Copa que la Argentina soñó desde mucho antes de 1978.
La Copa que fue testigo de los vuelos de la muerte.
La Copa de los estadios repletos y de las desapariciones masivas.
La Copa en la que las calles estallaron como desahogo ante tanta represión, como alegría ante tanto fútbol o como convalidación ante un escenario de supuesta normalidad. O como un poco de cada cosa.
La Copa que la dictadura genocida intentó utilizar como trampolín para alcanzar múltiples legitimidades.
La Copa en la que el Pato Fillol se ganó el cielo con sus manos mágicas y con la ayuda de un palo puesto en el lugar indicado.
La Copa de los papelitos de Clemente cayendo sobre la cabeza del Gordo Muñoz y de los negocios del EAM 78 empujados por el Almirante Lacoste.
La Copa que las Madres caminaron en ronda y que sólo algunos se animaron a contar.
La Copa de quienes querían gambetear como el Loco Houseman contra el cordón de la vereda de cualquier barrio porteño.
La Copa que los exiliados sufrieron a la distancia, por la derrota ante Italia, por los bebés nacidos en los centros clandestinos de detención y por el crecimiento sostenido del hambre planificado, del desempleo y de la deuda externa.
La Copa que se perdieron Maradona, Carrascosa y Cruyff.
La Copa que festejó Videla. La Copa que festejaron miles que pelearon para que Videla se pudriera tras las rejas.
La Copa que comenzó un 1 de junio, hace cuatro décadas.
La Copa. Nuestra Copa. La que la Coordinadora de Derechos Humanos del Fútbol Argentino viene a contar desde distintos lugares con un único objetivo: que el fútbol sea un vehículo para construir más memoria, más verdad y más justicia.